In Felicidad Clandestina.
Rio de Janeiro, Rocco, 1998.
Ella
era gorda, baja, pecosa y con el pelo
excesivamente rizado, medio pelirrojo. Tenía un enorme busto, mientras que nosotras aún estábamos planas. Como si no bastara, se llenaba los dos bolsillos de la blusa, por encima
del busto, con caramelos. Pero poseía lo que a cualquier niño devorador de historias
le gustaría tener: un padre dueño de una librería.
Y así siguió. ¿Cuánto tiempo? No sé. Ella sabía que era tiempo indefinido, mientras toda la hiel no rezumara de su cuerpo grueso. Ya había empezado a adivinar que ella me había elegido para que yo sufriese, a veces advino. Pero, incluso adivinando, a veces acepto: como si quien quiere hacerme sufrir necesitase malvadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a diario a su casa, sin faltar ni tan siquiera un día. A veces ella decía: pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, entretanto solo viniste por la mañana, de suerte que se lo presté a otra chica. Y yo, que no era dada a las ojeras, las sentía socavándose bajo mis ojos espantados.
Disfrutaba
poco. Y nosotras aún menos: incluso para los cumpleaños, en lugar de por lo
menos un librito barato, ella nos entregaba en manos una postal de la tienda del
padre. Aun por encima, era con el paisaje del mismo Recife, donde vivíamos, con
sus puentes más que vistas. Detrás escribía con letra muy bien hecha palabras como
“fecha natalicia” y “saudade”.
Tenía
más que talento para la crueldad. Toda ella era pura venganza, chupando caramelos haciendo
barullo. Cómo debía odiarnos esa chica, nosotras que éramos imperdonablemente
guapitas, espigadas, altitas, de cabellos libres. Conmigo ejerció con una calma
feroz su sadismo. En mi ansia por leer, ni me daba cuenta de las
humillaciones a las que me sometía: seguía rogándole que me prestara los libros que ella
no leía.
Hasta
que llegó el gran día de empezar a ejercer sobre mí una tortura china.
De manera casual, me informó que
tenía As reinações de Narizinho,
de Monteiro Lobato.
Era
un libro grueso, Dios mío, era un libro para quedarse a vivir con él,
comiéndolo, durmiéndolo. Y, completamente, por encima de mis posesiones.
Me dijo que pasase por su casa al
día siguiente y que me lo prestaría.
Hasta
el día siguiente me convertí en la propia esperanza de la alegría: yo no vivía,
nadaba lentamente en un mar suave, las olas me llevaban y me traían.
Al
día siguiente fui a su casa, literalmente corriendo. Ella no vivía en una casa de dos pisos como yo, y sí
en una casa simple. No me invitó a entrar. Mirándome fijamente a los ojos, me dijo que le había
prestado el libro a otra chica, y que volviera al día siguiente para buscarlo.
Boquiabierta, salí despacio; pero
enseguida la esperanza volvía a embargarme por completo y yo recomenzaba en la
calle a caminar saltando, que era mi extraña manera de caminar por las calles
de Recife. Esa vez ni caí: me guiaba la promesa del libro, el día siguiente
vendría, los días siguientes serían más mi vida entera, el amor por el mundo me
esperaba, anduve saltando por las calles como siempre y no me caí ninguna vez.
Pero no quedó simplemente en eso. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era lento y diabólico. Al día siguiente, allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón latiendo. Para escuchar la respuesta plácida: el libro todavía no estaba en su poder, que volviera al día siguiente. Mal sabía yo cómo más tarde, a lo largo de la vida, el drama del “día siguiente” con ella iba a repetirse con mi corazón latiendo.
Pero no quedó simplemente en eso. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era lento y diabólico. Al día siguiente, allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón latiendo. Para escuchar la respuesta plácida: el libro todavía no estaba en su poder, que volviera al día siguiente. Mal sabía yo cómo más tarde, a lo largo de la vida, el drama del “día siguiente” con ella iba a repetirse con mi corazón latiendo.
Y así siguió. ¿Cuánto tiempo? No sé. Ella sabía que era tiempo indefinido, mientras toda la hiel no rezumara de su cuerpo grueso. Ya había empezado a adivinar que ella me había elegido para que yo sufriese, a veces advino. Pero, incluso adivinando, a veces acepto: como si quien quiere hacerme sufrir necesitase malvadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a diario a su casa, sin faltar ni tan siquiera un día. A veces ella decía: pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, entretanto solo viniste por la mañana, de suerte que se lo presté a otra chica. Y yo, que no era dada a las ojeras, las sentía socavándose bajo mis ojos espantados.
Hasta
que un día, cuando estaba en la puerta de su casa, escuchando humilde y
silenciosa su rechazo, apareció su madre. Ella debía de estar extrañando la aparición muda y
diaria de aquella chica en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos.
Hubo una confusión silenciosa,
entrecortada por palabras que poco elucidaban. A la señora le parecía cada vez más raro el hecho de
no estar entendiendo. Hasta que esa madre buena lo comprendió.
Se volvió hacia su hija y con
gran sorpresa exclamó: ¡Pero este libro nunca salió de esta casa y no quisiste ni
leerlo!
Y lo
peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que sucedía. Debía de ser el descubrimiento horrorizado de la hija
que tenía. Ella nos espiaba en silencio: la potencia de la perversidad de su hija
desconocida y la chica rubia de pie en la puerta, exhausta, al viento de las
calles de Recife. Fue entonces cuando, finalmente recomponiéndose, le
dijo firme y serena a su hija: "Vas a prestarle el libro ahora mismo".
Y a mí: “Y tú quédate con el
libro cuanto tiempo desees" ¿Comprenden? Valía más que darme el libro: “Por el tiempo que yo quisiese” es todo lo que una
persona, adulta o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo
contar lo que siguió? Yo estaba aturdida y así recibí el libro en la mano.
Creo que no dije nada.
Cogí el libro.
No, no salí saltando como de
costumbre. Salí caminando bien despacito. Sé que agarraba el libro grueso con las dos manos, apretándolo
contra el pecho. Cuánto tiempo me llevó hasta llegar a casa, tampoco
importa mucho. Mi pecho estaba caliente, mi corazón pensativo.
Al
llegar a casa no empecé a leerlo. Fingía que no lo tenía, solo para luego llevarme el
susto de tenerlo. Horas después lo abrí, leí algunas líneas maravillosas,
lo cerré de nuevo, me fui a pasear por la casa, lo aplacé aún más yendo a comer
pan con mantequilla, fingí que no sabía dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría durante algunos instantes. Creaba los más falsos obstáculos para aquella cosa
clandestina que era la felicidad. La felicidad siempre iba a ser clandestina para mí.
Parece que ya lo presentía.
¡Cómo tardé!
Yo vivía en el aire...
Había orgullo y pudor en mí.
Yo era una reina delicada.
A veces
me sentaba en la hamaca, balanceándome con el libro abierto en el regazo, sin
tocarlo, en éxtasis purísimo.
Ya
no era más una chica con un libro: Era una mujer con su amante.
Traducción a cargo de Mei Santana
Excelente elección y fantástica traducción. Gracias una vez más, Mei.
ResponderEliminarGracias a ti, Marta, por la oportunidad. Fue un gran placer participar de este trabajo.
ResponderEliminarÉ uma grande desafio traduzir obras literárias, principalmente quando se trata de Clarice Lispector. Para Clarice, "Não é fácil escrever. É duro quebrar rochas. Mas voam faíscas e lascas como aços espelhados". "Mas já que se há de escrever, que ao menos não se esmaguem com palavras as entrelinhas". "Minha liberdade é escrever. A palavra é o meu domínio sobre o mundo." Obrigada pela confiança.
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