Por
Omar Sandoval
En este breve
ensayo que escribo para conmemorar el nacimiento de ese gran escritor
guatemalteco, premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias y premio Príncipe
de Asturias de las letras, me limitaré a comentar un poco su línea narrativa,
particularmente sus cuentos. Para quienes hemos leído a Monterroso y a sus
críticos, nos es familiar su habilidad para la brevedad. Y también, esos mismos
críticos nos previenen sobre la facilidad o ingenuidad en la que podemos caer
al creer que su narrativa es sencilla, jocosa e inocente. Nada más lejos de la
realidad. Pareciera ser que esa trampa es parte de la hilaridad con la que Monterroso
se goza en festejar y dejarnos con una perplejidad anodina, similar a la de la
persona que solo tiempo después se da cuenta de que ha sido timada o engañada.
Y en literatura eso es válido, como recurso y estilo.
“En los frascos más pequeños se guardan los mejores perfumes… y los
peores venenos”, nos dice el refrán de la
sabiduría popular. Y cuando estamos ante la lectura de uno de los cuentos o fábulas
de Augusto Monterroso no sabemos si estamos ante un preciado perfume o ante un
letal veneno o una mezcla imposible de ambos. ¿Son la ironía y el sarcasmo
perfumes o venenos? No hay que ser tan radicales, por supuesto. Podemos quizás
ser más justos al decir que estamos ante una pequeña botella que nos
encontramos en las aguas turbulentas del mar, una que es arrojada por las olas
y cuyo lugar de origen desconocemos. Y dentro de esa proverbial botella va el
mensaje. Es una botella con una papelito en su interior. Nos disponemos
entonces a sacar el papelito con gran expectación: ¿un mensaje de auxilio?, ¿un
mensaje militar escrito en un código secreto?, ¿una declaración de amor o de
guerra a una amante o a un enemigo distante? No. Hay una sola frase, que al
leerla nos causa una mezcla de chiste y perplejidad.
En lo personal,
debo confesarlo, no soy de los más destacados admiradores del Dinosaurio.
Sé muy bien que ese micro o nanorrelato ha sido celebrado, incluso por el gran
Ítalo Calvino, pero soy más “fan” de los relatos con más sustancia. Me parece
un relato audaz e icónico (icónico en el sentido de evocar en nuestras mentes
la figura de ese animal herbívoro gigantesco de la era jurásica) y que para
asuntos de “récords de Guinness” haya logrado posicionarse como el relato más
corto de la historia de la literatura, aunque, al parecer, la marca ha sido
superada de manera reciente por otros escritores. Sin embargo, esa superbrevedad
que llega al límite posible en el Dinosaurio
no es del todo la única literatura de Monterroso, aunque, desafortunadamente, y
quizás debido a ese memorable relato, se le haya encasillado en esa fórmula
económica.
Por supuesto que
prefiere la economía antes que la prodigalidad y el derroche, pero también se
vuelve extensivo cuando el ritmo del relato o la temática central lo requiere.
Un ejemplo del ahorro de palabras, y no solo de palabras sino de hechos, es La
Oveja Negra: “En un lejano
país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada…”. A parte
de recordarnos el inicio de los cuentos clásicos europeos con lo de “Había
una vez” o “En un lugar de la Mancha…”, notamos una cortante
narración. Un ahorro insólito de hechos narrativos. En el cuento clásico, se ha
dicho, el esquema funcional siempre fue: introducción, nudo y desenlace. Pero aquí
se pasa de la introducción al desenlace. No sabemos la razón por la cual la
infeliz oveja fue fusilada, si por ser negra o por otro delito.
Lo que sigue del
relato es la ironía. La interpretación de la fábula da pie a múltiples
posibilidades, desde las más inocentes hasta las más elaboradas. Se puede
interpretar como un asunto de pura discriminación, por “el color negro”, hasta
la intolerancia por la singularidad en un mundo que castiga “ser uno mismo, no
seguir al rebaño, etc.” o lo más difícil, una alegoría política. Es quizás uno
de los cuentos de Monterroso más directos y a la vez más evasivos. Sobre todo,
hoy que asistimos a una inaudita fiebre de preferencias identitarias que no
solo se visibilizan o se pretenden visibilizar en banderas multicolor, sino
también en modas y exigencias que hacen tambalear nuestro anacrónico sistema de
valores… a costa de una intromisión de lo incierto.
En cierta forma la
literatura ha sido profética o al menos constructora de presagios, desde la
visión de McLuhan con su famosa frase “El
medio es el mensaje” (ahora que hay tantos medios y tantos
mensajes) hasta la visión política del hombre deambulando en “La Aldea Global”. Las ovejas comunes
y corrientes pueden sacar partido del hecho criminal, pero también el escritor,
entre ellos el propio Monterroso, se puede ejercitar en el arte de la escritura
no al promover o ejecutar actos criminales o políticamente incorrectos, sino
por el hecho de construir sobre cadáveres, como lo mencionó recientemente
Vargas Llosa. Conste, no obstante, que en el caso de la literatura no estamos
hablando de las demás ovejas comunes y corrientes, sino de aquellas que
convierten la experiencia humana en contenidos literarios. Las demás ovejas
puede que se ejerciten en el arte de la escultura u otras actividades
artísticas y, para ello, necesiten más sacrificios de ovejas negras, pero su
arte jamás llegará a ser auténtico.
Y hablando de
autenticidad, aprovechemos para comentar otro de los cuentos cortos o muy
cortos de Monterroso: La Rana que quería ser una rana auténtica. Se
trata de nuevo de la ironía, pero en este caso matizada por una especie de
masoquismo o autosacrificio. En la mayoría de los cuentos o fábulas cortos de
Monterroso encontramos un mensaje sarcástico y de humor negro. Y justo ahí está
la trampa de la que hemos hablado. La sonrisa que inevitablemente asoma en los
labios del lector es una invitación a la celebración del ingenio… y de la
crueldad también. Quizás sea aleccionador. Quizás sea otra vez alegórico.
Imagine que usted es un escritor que quiere escribir con originalidad, fuera de
los lugares comunes, con un estilo que se esfuerza por ser o parecer propio. Y
para lograrlo tiene que trabajar arduamente: tachar, borrar, eliminar, rehacer,
editar...
Después de logrado
su objetivo (o de creer que lo ha logrado), usted va hasta el editor. Espera
nervioso e impaciente la opinión del experto, un editor que ha trabajado con
muchos autores famosos. Digamos que usted está en una salita de espera o algo
así. El editor le sirve un café y le dice, con la mayor cortesía, que espere un
momento, que tenga paciencia, que ya regresa. Usted está ahí, como el padre que
ha dejado a su pequeño hijo en el colegio parvulario y no sabe qué trato le van
a dar el primer día de clases… Entonces el editor se olvida de usted, de que
usted está esperando en la salita, con su café que apenas ha saboreado, y
escucha el lapidario comentario que hace a su secretaria: “Este relato es
bueno, es igual al del autor T…”.
Algo similar ocurre
en otros relatos, en los que de modo invariable nos vemos sorprendidos por ese
humor satírico, inclusive en el cuento del mono que quiso ser un escritor
satírico. En este caso la alusión a la política y la diplomacia son tan
transparentes como las intenciones del autor por satirizar, quizás, a los
profesionales del cuarto poder, que de hecho están al tanto de ciertas
desmesuras y calamidades que ocurren en los ámbitos que frecuentan, que podrían
llenar infinidad de cuartillas para sus editoriales lúcidos y comprometidos,
pero que lamentablemente comprometen también la “fafa” que reciben de sus
pautas y notas de relaciones públicas. Así, estamos ante un autor que recurre a
la fábula clásica, con animales que hablan, planean y ejecutan, pero que
representan en su alegoría a personajes por todos conocidos (hasta por ellos
mismos) y, por tanto, me atrevería a afirmar, bajo el riesgo de que me lapiden
algunos celosos fanes del autor, una literatura por momentos tendenciosa,
cuestión que no es reprobable si se hace con el estilo de nuestro autor; porque
esa tendencia es un estilo y no hay mejor estilo para la educación moral que la
parábola.
Otra característica
que puedo apreciar en la narrativa de Tito Monterroso, como cariñosamente lo
conocíamos, es el uso del lenguaje coloquial y provinciano en boca de sus personajes,
característica que, por supuesto, no es exclusiva de él, pero que en la
brevedad de sus escritos le da una relevancia que es difícil encontrar en otros
autores. Si no fuera por el contexto en el cual aparecen esas expresiones
vernáculas, daría la falsa apariencia de una cacofonía desafortunada, pero que
sabe introducir de la forma más genial, como lo hacían Asturias y Rulfo. Me
vienen a la mente los relatos de Primera Dama y No quiero engañarlos, en los que logra el efecto deseado,
que es el tedio, la impaciencia y el bochorno, que llegamos a compartir con los
espectadores del relato. Esa magia de contagiar y de introyección en el acto
narrativo es una cualidad que me parece digna de resaltar.
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