sábado, 11 de diciembre de 2021

“Augusto Monterroso, ¿narrador de la brevedad? A propósito del centenario de su nacimiento” (1921-2021) [PARTE 2]

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Por Omar Sandoval

También pienso que, desafortunadamente, hemos etiquetado a Tito con el mote de “El brevísimo” y ese mote no es del todo cierto. Vamos a ver por qué. Sin duda, es verdad que no se toma todo el tiempo del mundo para describir un vitral, un campanario o una montaña, al estilo de las últimas grandes novelas de principios del siglo XX, como lo hicieron Proust o Mann, primero porque no se trata de un novela, pero también porque no le interesan los detalles superfluos cuando no ayudan a la dinámica de la narración. 

Asimismo, es cierto que no ahonda en la “psicología” de sus personajes de la manera como lo hacía tan bien Chéjov, aunque eso no es del todo cierto, como voy a exponer más adelante. Pareciera ser que lo importante en la cantera de Monterroso es llegar al diamante o a la turmalina, sin detenerse en las grandes rocas o en las impurezas, que hay que quitar cuanto antes, si bien a veces es necesario mencionar el proceso de extracción minero, como lo hace el escritor que escribe sobre la escritura. Digo esto porque gran parte de la obra de Monterroso es hablar y reflexionar sobre el proceso literario. Y cuando hace esa tarea, no es tan breve como se supone. En cierta forma, se puede afirmar que, en ese sentido, su obra es didáctica. Sí, también en esos relatos utiliza la ironía y el sarcasmo, que son sus armas favoritas. Pero la ironía en este caso es una “ironía seria”, si se me permite la imagen.

Se trata de un tipo de ironía amarga porque él sabe que las pasiones humanas, particularmente en el quehacer literario, son harto contradictorias, paradójicas y, por qué no, redentoras. Y es en esos momentos de extraño brillo y fulgor cuando se hacen más profundas las sombras y los abismos. Conocedor del oficio, sabe muy bien de los escoyos por los que el escritor, el aspirante a escritor, el escritor bisoño y hasta el escritor consumado, tienen que pasar de manera inexorable como en un rito masónico. Y es así como nos advierte de las trampas que él mismo pone. ¿Una prueba? ¿Un ritual digno de los Templarios? Tal vez no tanto así, o tal vez sí: todo depende del color del cristal con que el escritor quiera ver: de un simple refrán se puede construir una fábula. Y me refiero a la fábula del camaleón que ya no sabe de qué color ponerse. ¿Es un acto de reflexión tácito que hace Monterroso de su propio quehacer escritural? ¿Ya no sabe de qué tonalidad valerse para hacer el camuflaje perfecto en sus imbricados relatos fabulescos?

Por supuesto que sí lo sabe, pero tiene que crear también diversión, solaz, alegría, gusto por la literatura y, para lograrlo, puede y debe interponer varios cristales hasta dar con el “color ambiguo y evasivo” de su paleta literaria. La clave está en el camuflaje del camaleón: hacer ver lo fácil, lo usual, lo simple que es contar una historia cuando, en verdad, hay toda una construcción compleja y, por momentos, erudita. Y es ese el arte, similar al de una obra musical de Beethoven que está construida con pocos compases, acordes y armonías aparentemente sencillas, pero que dan lugar a una obra que, en su conjunto, es mucho más que la suma de sus partes y que golpea al alma de una forma incontestable. Así que Monterroso es, por privilegio, un gran camaleón. En su fábula homónima todo el mundo aprende a manejar los cristales policromáticos para esconder algo, ocultar algún vicio, simular un afecto o bien para descubrirlo en el otro. ¿Acaso no es eso la literatura, aparte de otras cosas?

Cuando nos adentramos en esos cuentos de escritores que escriben sobre la escritura, Monterroso ya no es tan breve. Sus instrumentos son más sofisticados, su escalpelo disecciona a más profundidad, sus pinzas son más largas y agudas, sus procedimientos más elaborados. Pero, con todo, a modo de un scherzo, se introduce el saltimbanqui, el bufón, el sutil consejero gracioso: hay profundidad e ironía seria. ¿Y la brevedad? No, el ritmo ha cambiado. En Leopoldo (sus trabajos), Monterroso penetra en la psiquis de la persona que “quiere” ser escritor. Lo descubre por sí mismo al revisar su diario, en el que va apuntando sus aventuras que él mismo reconoce que no son aventuras, pero que están bien para empezar a escribir cosas. De repente, Leopoldo tiene una especie de epifanía o iluminación y se atreve a escribir su primer relato corto. Se da cuenta de inmediato que su escritura es muy pobre y se decide a aprender gramática, retórica… hasta que mejora bastante; eso lo alegra, pero también lo previene.

Esa honestidad en cuanto a sus límites y dificultades, propios del oficio de escribir, lo sitúan en la conducta del escritor muy cauto y paciente. Para el escritor que descubre que no es un genio -decía y dice Vargas Llosa- ese descubrimiento es una palanganada de agua fría. Le queda una alternativa de opciones: o abandona la pretensión de querer ser un escritor o sigue en la tarea, pero consciente de que tiene que trabajar el quíntuple o más de lo que trabaja un genio y, consciente también, de que puede que, a pesar del empeño, el tesón y la aplicación, finalmente descubra que el talento no existe… Eso lo aprendió Vargas Llosa de Flaubert. ¿Y Monterroso? ¿Y el escritor promedio? Leopoldo parece ser el tipo de individuo que quiere ser escritor, pero un escritor que sabotea perennemente su trabajo o sus trabajos. 

Quienes escribimos nos topamos con esos pudores: revisamos hasta el cansancio, borramos, tachamos, martirizamos nuestros escritos, hasta que, sea como sea, nos atrevemos a publicar y, una vez tenemos el libro o el artículo o el poema publicado, nos ataca ese bochorno, esa vergüenza de ¡por Dios, qué adefesio publiqué! Bajo esa óptica, Leopoldo puede representar nuestro afán por la buena escritura. ¿Y dónde está la ironía en ese relato? Bueno, posiblemente en ese afán de hacer castillos en el aire, de soñar con proyectos literarios que nunca se realizan, de iniciar apuntes para una novela, esquemas para un cuento policíaco, de pensar en la trama de un cuento de misterio, de visitar bibliotecas, hemerotecas y documentarse bien para ser fiel a los hechos, de visitar las “locaciones” en donde transcurrirán los encuentros, de caracterizar las peculiaridades de los personajes… y, finalmente, no hacer nada: un coqueteo con la creación literaria, pero solo eso. 

¿Nos está invitando Monterroso a que agarremos el toro por los cuernos? ¿Agarrar por el cuello a nuestro tema o motivo literario y sacarlo del clóset? ¿Se está burlando de nosotros (nada nuevo) por freír y refreír, pero nunca servir el plato? ¿O simplemente se burla de la persona sin talento alguno, pero que se da ínfulas de escritor, que se viste como escritor, que se presenta como escritor, pero que no escribe? Y en materia de brevedad, nos encontramos con tremendas sorpresas: párrafos de una o dos o más páginas de corrido en las que abundan los detalles descriptivos, psicológicos, analíticos. No, no hay brevedad. Aquí Monterroso cambia el ritmo de su literatura. Es más pausada. 

Volviendo a la comparación con la música, ya no estamos ante un “minué” sino ante una fuga de Bach, o ante una sonata, como la Kreutzer de Beethoven. Por su puesto, en sus ensayos y en textos más complejos como en Lo demás es silencio, la prosa de Monterroso se vuelve más compleja. Pero en este comentario mío, advertía al inicio que me iba a circunscribir a sus fábulas y cuentos. Leopoldo está motivado, su empeño de escribir no ha desmayado, prosigue con gran tenacidad, ¿llegará el día en el que al fin desista… o en el que por fin publique? En uno de los momentos más interesantes del relato, Leopoldo saca a colación una teoría de los ciclos de la fertilidad en la composición, que no se explica si es una teoría propia o de alguna lectura, él que tanto frecuenta la biblioteca: los ciclos creativos se dan de siete en siete años. Por lo tanto, no hay que andarse con prisas. En la vida real, tenemos escritores fieles a esa teoría, que piensan que una novela, una buena novela o un corpus de buenos cuentos, no se pueden escribir ni pulir en menos de siete o diez años. Pero Roberto Bolaño los contradice: ¿quién dijo que eso era un dogma? Y cita la obra de Stendhal, Rojo y negro, acaso su mejor novela, y que la escribió en solo dos meses. Es el mismo Bolaño quien nos habla de la miseria del trabajo del escritor. Algo de eso entreveo en ese cáustico relato de Monterroso. Y, como he mencionado, no es uno de sus cuentos breves, ni uno de sus cuentos de ironía festiva: a mí me sabe a ironía amarga.

Pasemos ahora al segundo relato de esa misma estofa: Obras completas. En este segundo relato no breve y de ironía igualmente amarga, Monterroso penetra en la vida intelectual de dos personajes que tienen en común su afición por la poesía y la creación poética. Estamos ante un escrito que nos va a desvelar profundas inquietudes y desafortunadas decisiones. Pero también se develan otras emociones y condiciones de lo que se mueve en el interior de quienes nos zambullimos en el mundo de las letras. Hay que mencionar que Monterroso utiliza para uno de sus personajes de ese cuento, el nombre de un escritor de la Ilustración española: el religioso benedictino Feijoo. ¿Lo hace a propósito? ¿Es simplemente una “parodia” literaria? Me recuerda a la otra parodia, la de Cortázar, al nombrar a su escurridizo gato con el nombre de Theodoro Adorno, el filósofo alemán de la escuela de Frankfurt y su “entrada en la religión”. 

No sabemos (es imposible saberlo, a menos que alguien en particular lo confiese) que Obras completas haya inquietado a algún crítico o erudito de la literatura por sus frustradas ambiciones de creación poética. Pero que las hay, las hay. El gran problema que plantea este cuento de Monterroso es si en el gran océano de la literatura se puede ser un delfín sin haber ambicionado ser un tiburón o una enorme ballena o alguna orca o simplemente una anémona. Y si fue, al final, “el destino” el que se encargó de llevarlo a uno por tal o cual camino para llegar a ser lo que se es, sin o con el remordimiento de lo que no fue y que, tal vez, solo tal vez, pudo ser… Esa es la gran melancolía. Y es también la gran pregunta. No es cuestión exclusiva del mundo literario, claro está. Podemos extrapolar la frustración de Feijoo (el del cuento de Monterroso) o de Fombona (el erudito que desvía la vocación de Feijoo hacia sus dominios) a otras artes e incluso a otras disciplinas de la ciencia y la religión. 

También están la envidia y la venganza: si yo no pude, tampoco vos podrás y yo me voy a encargar de sonsacarte. Para lograr ese clima de inestabilidad, Monterroso caracteriza al joven Feijoo (que podría representar a todo joven con inquietudes literarias) como un muchacho tímido, pero con talento para la poesía. El zorro de Fombona se da cuenta del talento de su discípulo, pero como quiere vengarse en ese joven de sus propias frustraciones, lo lleva por los vericuetos que son su especialidad y, finalmente, lo destruye. El final del relato es la apoteosis de la ironía amarga: para apaciguar su culpa, el maestro finge hacer otra cosa, cualquier otra cosa, mientras su joven discípulo pasa por la guillotina de su aciago destino. Para convertir ese inmoral asunto en tema de interés, Monterroso va “tejiendo” lentamente, sin prisas, con ocurrencias, detalles, situaciones, bromas, la urdimbre que al fin concluye en el matadero. Yo no tengo la culpa, parece excusarse Fombona, y por eso saluda a alguien o busca algo o hace cualquier otra cosa que no lo vincule ante el crimen. 

Se suele pensar que Augusto Monterroso fue un escritor que, como tal, estuvo al margen de los grupos y movimientos literarios de su época. Por ejemplo, no forma parte del boom latinoamericano. Si Sábato refresca la novela psicológica en El túnel, Monterroso actualiza el cuento breve y, principalmente, las fábulas, algunas de las cuales he comentado de modo breve. En el género fabulesco siempre hay una moraleja, explícita en la fábula clásica, como la de Samaniego; en Monterroso, entender la moraleja es tarea del lector: está implícita. 

Monterroso no formaba parte de grupos literarios como tales, sin embargo, hay indicios de que sí estudió los recursos de la narrativa moderna y los incorporó en algunas de sus obras. Me pareció interesante el uso de múltiples narradores, quienes cuentan la historia desde sus particulares percepciones. También el uso del tiempo en forma circular. Escritores como García Márquez o Vargas Llosa, entre otros, emplearon esas técnicas en algunos de sus relatos, por ejemplo, en La hojarasca. En el cuento Diógenes también, Monterroso construye la historia desde la perspectiva de un niño, la madre o abuela del niño, y la del padre del niño. No es sino al final del relato cuando sabemos que el padre del niño se ausentaba con frecuencia de la casa porque era agente viajero y eso lo ignoraba el muchacho. Tampoco estamos seguros de si el hombre está diciendo la verdad, porque en la narración hay un momento en el que hombre cuenta un episodio de la vida con su hijo y con su esposa (¿o su madre?), que tiene todo el patrón de un cuadro psicótico. Es un relato, digamos, extraño en la narrativa de Monterroso, una forma abierta en la que el lector está obligado a atar los cabos sueltos que encuentra en esa historia, en donde el tiempo va y viene: cada lector habrá de construir la historia con los recursos intelectuales de los que disponga. 

A manera de conclusión, se puede afirmar lo siguiente: Augusto Monterroso es un autor que tiene su espacio bien ganado en la literatura hispanoamericana, así como en la literatura universal. Si bien es cierto que, en cuanto a su trabajo literario en los cuentos y fábulas, la brevedad es la característica más constante, no se le puede limitar a esa única cualidad, pues cuando se trata de abordar temas más complejos, cambia de ritmo y puede escribir grandes párrafos con una importante riqueza de contenidos descriptivos, estados psicológicos y manejo del tiempo circular. La ironía, la burla y el sarcasmo son unas sus herramientas favoritas. Pero, a veces, su ironía se torna amarga. Monterroso aborda los grandes problemas humanos y los toca con la gracia de su literatura, para que disfrutemos y nos riamos de nosotros mismos. El narrador sabe que poner rostros compungidos y máscaras de formalidad no ayuda gran cosa a que salgamos abantes en nuestros propios infortunios. Es mejor reírnos de esas cosas. Pero también es bueno que reflexionemos en profundidad con esa amarga ironía. Al final, lo que cuenta es la literatura y Monterroso es el gran maestro de las palabras y de las historias.

San Lucas Sacatepéquez

15 de julio de 2021,

segundo año de la pandemia. 

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