lunes, 4 de septiembre de 2017

Traducción de "Noche de Almirante" (1) de Machado de Assis

Deolindo Venta-Grande (era un apodo de a bordo) salió del arsenal de la Marina y se metió por la calle de Bragança. Sonaban las tres de la tarde. Era la flor y nata de los marineros y, además, llevaba un gran aire de felicidad en los ojos. Su corbeta regresó de un largo viaje de instrucción y Deolindo bajó la tierra tan pronto como consiguió la licencia. Los compañeros le dijeron, riendo:
—¡Ah! ¡Venta-Grande! ¡Qué noche de almirante vas a pasar: cena, guitarra y los brazos de Genoveva. El regacito de Genoveva...
Deolindo sonrió. Era así mismo, una noche de almirante, como dicen ellos, una de estas grandes noches de almirante que lo esperaba en tierra. Había comenzado la pasión tres meses antes de que partiera la corbeta. Se llamaba Genoveva, una mestiza de veinte años, avispada, ojos negros y atrevidos. Se encontraron en casa de otros y muriéndose el uno por el otro, de modo que estuvieron a punto de cometer una locura, él dejaría el empleo y ella le acompañaría al pueblo más recóndito del interior.
La vieja Inácia, que vivía con ella, los disuadió de eso; Deolindo no tuvo otra opción, si no la de seguir un viaje de instrucción. Eran ocho o diez meses de ausencia. Como fianza recíproca, entendieron que debían hacer un voto de fidelidad.
—Lo juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?
—Yo también.
—Dilo bien.
—Lo juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte enla hora de la muerte.

Estaba celebrado el contrato. No tenía por qué descreer de la sinceridad de ambos; ella lloraba locamente, él se mordía los labios para disimular. Al final se separaron, Genoveva fue a ver la salida de la corbeta y volvió a casa con tal aprieto en el corazón, que parecía que “le iba a dar algo”. No le pasó nada, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses, diez meses, al cabo de los cuales, la corbeta volvió y Deolindo con ella.
Allá va él ahora, por la calle de Bragança, Prainha y Saúde, hasta el principio de la Gamboa, donde vive Genoveva.
La casa es una portezuela oscura, el marco agrietado por el sol, pasando el cementerio de los Ingleses; allí debe estar Genoveva, asomada a la ventana, esperándolo. Deolindo prepara una palabra para decirle. Ya había formulado esta: “Juré y cumplí”, pero busca otra mejor. A la vez, recuerda a las mujeres que vio por ese mundo de Dios, italianas, marsellesas o turcas, muchas de ellas guapas, o que así se lo parecían. Está de acuerdo con que ni todas estarían a su alcance, pero algunas lo estaban, aun así no le hizo caso a ninguna. Solo pensaba en Genoveva. Su misma casita, tan pequeñita, y el mobiliario de patas rotas, todo viejo y escaso, eso mismo le recordaban los palacios de otras tierras. Fue a costa de mucho ahorro que compró en Trieste un par de pendientes, que lleva ahora en su bolsillo con algunas fruslerías. ¿Y ella que le regalaría? Puede que fuera un pañuelo bordado con su nombre y un ancla en la punta, porque ella sabía bordar muy bien. En esto llegó a la Gamboa, pasó el cementerio y encontró la casa cerrada. Llamó a la puerta, le habló una voz conocida, la de la vieja Inácia, que vino a abrirle la puerta con grandes exclamaciones de placer. Deolindo, impaciente preguntó por Genoveva.
—No me hables de esa loca, arremetió la vieja. Estoy muy satisfecha con el consejo que te di. Mira bien, si hubieras huido. Serías ahora como el lindo amor.
—¿Pero qué pasó?, ¿qué pasó?
La vieja le pidió que descansara, que no era nada, una de esas cosas que surgen en la vida; no merecía la pena enfadarse. Genoveva andaba con la cabeza llena de pájaros...
—Pero llena de pájaros, ¿por qué?
—Está con un buhonero, José Diogo. ¿Conociste a José Diogo, vendedor de tejidos? Está con él. Ni te imaginas la pasión que sienten el uno por el otro. Ella, entonces, anda loca. Fue el motivo de nuestra pelea. José Diogo no me salía de la puerta; eran charlas y más charlas, hasta que un día yo le dije que no quería mi casa difamada. ¡Ah! ¡Dios santo! Fue un día de perros. Genoveva me embistió, con unos ojos desorbitados, diciendo que nunca había difamado a nadie y que no necesitaba limosnas. ¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que digo es que no quiero esos cuchicheos a la puerta, comenzando por las avemarías... Dos días después estaba cambiada y peleada conmigo.
—¿Dónde vive?
—En la playa Formosa, antes de llegar a la cantera, una portezuela pintada de nuevo.
Deolindo no quiso oír nada más. La vieja Inácia, un tanto arrepentida, aún le dio avisos de prudencia, pero él no los escuchó y se marchó. Dejó de percibir lo que pensó en todo el camino; no pensó nada. Las ideas se le arremolinaban en el cerebro, como cuando hay temporal, en medio de una confusión de viento y silbidos. Entre ellas rutiló la navaja de a bordo, ensangrentada y vengadora. Había pasado la Gamboa, el Saco do Alferes, entró en la playa Formosa. No sabía el número de la casa, pero era cerca de la cantera, pintada de nuevo, y con la ayuda del vecindario podría encontrarla. No contó con la casualidad que cogió a Genoveva y la hizo sentarse en la ventana, cosiendo, en el momento en el que Deolindo estaba pasando. Él la reconoció y se detuvo; ella, viendo el bulto de un hombre, levantó los ojos y se deparó con el marinero.
—¿Qué es eso? Exclamó espantada. ¿Cuándo llegó? Entre, Señor Deolindo.
Y, levantándose, abrió la portezuela y lo hizo pasar. Cualquier otro hombre se quedaría alborozado de esperanzas, tan francas eran las maneras de la chica; podía ser que la vieja se engañara o mintiera, podía ser incluso que la cantiga del buhonero estuviera acabada. Todo eso le pasó por la cabeza, sin la forma precisa del raciocinio o de la reflexión, pero de forma tumultuada y rápida. Genoveva dejó la puerta abierta, lo hizo sentarse, le pidió noticias del viaje y lo encontró más gordo; ninguna conmoción ni intimidad. Deolindo perdió la última esperanza. A falta de navaja, le bastaban las manos para estrangular a Genoveva, que era una canija , y durante los primeros minutos no pensó en otra cosa.
—Lo sé todo, dijo él.
—¿Quién te lo contó?
Deolindo levantó los hombros.
—Fuera quien fuera, respondió ella, ¿le dijeron que a mí me gustaba mucho un joven?
—Me dijeron.
—Le dijeron la verdad.
Deolindo llegó a tener un ímpetu; ella le hizo parar solo con la acción de los ojos. Enseguida le dijo que, si le abriera la puerta, era porque sabía que era un hombre de juicio. Le contó entonces todo, las saudades que sintiera, las propuestas del buhonero, sus rechazos, hasta que un día, sin saber cómo, amaneció enamorada de él.
—Puedes creer que pensé mucho y mucho en ti. La señora Inácia que te diga si no lloré mucho... Pero el corazón cambió... Cambió... Te cuento todo esto, como si estuviera ante al cura, concluyó sonriendo. 

Machado de Assis
Traducción: Mei Santana

Fuente:
ASSIS, Machado de. Contos Consagrados. Coleção Prestígio, Ediouro, S/d. 

1 comentario:

  1. Traducir Machado es un gran aprendizaje!
    La vida sin lucha es un mar muerto en el centro del organismo universal.
    Machado de Assis

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