Deolindo Venta-Grande (era un apodo de a bordo) salió del arsenal de la Marina
y se metió por la calle de Bragança. Sonaban las tres de la tarde. Era la flor
y nata de los marineros y, además, llevaba un gran aire de felicidad en los
ojos. Su corbeta regresó de un largo viaje de instrucción y Deolindo bajó la
tierra tan pronto como consiguió la licencia. Los compañeros le dijeron,
riendo:
—¡Ah! ¡Venta-Grande! ¡Qué noche de almirante vas a pasar: cena, guitarra
y los brazos de Genoveva. El regacito de Genoveva...
Deolindo sonrió. Era así mismo, una noche de almirante, como dicen
ellos, una de estas grandes noches de almirante que lo esperaba en tierra. Había
comenzado la pasión tres meses antes de que partiera la corbeta. Se llamaba
Genoveva, una mestiza de veinte años, avispada, ojos negros y atrevidos. Se
encontraron en casa de otros y muriéndose el uno por el otro, de modo que
estuvieron a punto de cometer una locura, él dejaría el empleo y ella le
acompañaría al pueblo más recóndito del interior.
La vieja Inácia, que vivía con ella, los disuadió de eso; Deolindo no
tuvo otra opción, si no la de seguir un viaje de instrucción. Eran ocho o diez
meses de ausencia. Como fianza recíproca, entendieron que debían hacer un voto
de fidelidad.
—Lo juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?
—Yo también.
—Dilo bien.
—Lo juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte enla hora de
la muerte.
Estaba celebrado el contrato. No tenía por qué descreer de la sinceridad
de ambos; ella lloraba locamente, él se mordía los labios para disimular. Al
final se separaron, Genoveva fue a ver la salida de la corbeta y volvió a casa
con tal aprieto en el corazón, que parecía que “le iba a dar algo”. No le pasó
nada, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses, diez meses,
al cabo de los cuales, la corbeta volvió y Deolindo con ella.
Allá va él ahora, por la calle de Bragança, Prainha y Saúde, hasta el
principio de la Gamboa, donde vive Genoveva.
La casa es una portezuela oscura, el marco agrietado por el sol, pasando
el cementerio de los Ingleses; allí debe estar Genoveva, asomada a la ventana,
esperándolo. Deolindo prepara una palabra para decirle. Ya había formulado
esta: “Juré y cumplí”, pero busca otra mejor. A la vez, recuerda a las mujeres
que vio por ese mundo de Dios, italianas, marsellesas o turcas, muchas de ellas
guapas, o que así se lo parecían. Está de acuerdo con que ni todas estarían a
su alcance, pero algunas lo estaban, aun así no le hizo caso a ninguna. Solo
pensaba en Genoveva. Su misma casita, tan pequeñita, y el mobiliario de patas
rotas, todo viejo y escaso, eso mismo le recordaban los palacios de otras
tierras. Fue a costa de mucho ahorro que compró en Trieste un par de pendientes,
que lleva ahora en su bolsillo con algunas fruslerías. ¿Y ella que le
regalaría? Puede que fuera un pañuelo bordado con su nombre y un ancla en la
punta, porque ella sabía bordar muy bien. En esto llegó a la Gamboa, pasó el
cementerio y encontró la casa cerrada. Llamó a la puerta, le habló una voz conocida, la de la vieja Inácia, que
vino a abrirle la puerta con grandes exclamaciones de placer. Deolindo,
impaciente preguntó por Genoveva.
—No me hables de esa loca, arremetió la vieja. Estoy muy satisfecha con
el consejo que te di. Mira bien, si hubieras huido. Serías ahora como el lindo
amor.
—¿Pero qué pasó?, ¿qué pasó?
La vieja le pidió que descansara, que no era nada, una de esas cosas que
surgen en la vida; no merecía la pena enfadarse. Genoveva andaba con la cabeza
llena de pájaros...
—Pero llena de pájaros, ¿por qué?
—Está con un buhonero, José Diogo. ¿Conociste a José Diogo, vendedor de
tejidos? Está con él. Ni te imaginas la pasión que sienten el uno por el otro. Ella,
entonces, anda loca. Fue el motivo de nuestra pelea. José Diogo no me salía de la
puerta; eran charlas y más charlas, hasta que un día yo le dije que no quería
mi casa difamada. ¡Ah! ¡Dios santo! Fue un día de perros. Genoveva me embistió,
con unos ojos desorbitados, diciendo que nunca había difamado a nadie y que no
necesitaba limosnas. ¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que digo es que no quiero esos
cuchicheos a la puerta, comenzando por las avemarías... Dos días después estaba
cambiada y peleada conmigo.
—¿Dónde vive?
—En la playa Formosa, antes de llegar a la cantera, una portezuela
pintada de nuevo.
Deolindo no quiso oír nada más. La vieja Inácia, un tanto arrepentida,
aún le dio avisos de prudencia, pero él no los escuchó y se marchó. Dejó de percibir
lo que pensó en todo el camino; no pensó nada. Las ideas se le arremolinaban en
el cerebro, como cuando hay temporal, en medio de una confusión de viento y
silbidos. Entre ellas rutiló la navaja de a bordo, ensangrentada y vengadora. Había
pasado la Gamboa, el Saco do Alferes, entró en la playa Formosa. No sabía el
número de la casa, pero era cerca de la cantera, pintada de nuevo, y con la
ayuda del vecindario podría encontrarla. No contó con la casualidad que cogió a
Genoveva y la hizo sentarse en la ventana, cosiendo, en el momento en el que
Deolindo estaba pasando. Él la reconoció y se detuvo; ella, viendo el bulto de
un hombre, levantó los ojos y se deparó con el marinero.
—¿Qué es eso? Exclamó espantada. ¿Cuándo llegó? Entre, Señor Deolindo.
Y, levantándose, abrió la portezuela y lo hizo pasar. Cualquier otro
hombre se quedaría alborozado de esperanzas, tan francas eran las maneras de la
chica; podía ser que la vieja se engañara o mintiera, podía ser incluso que la
cantiga del buhonero estuviera acabada. Todo eso le pasó por la cabeza, sin la
forma precisa del raciocinio o de la reflexión, pero de forma tumultuada y
rápida. Genoveva dejó la puerta abierta, lo hizo sentarse, le pidió noticias
del viaje y lo encontró más gordo; ninguna conmoción ni intimidad. Deolindo
perdió la última esperanza. A falta de navaja, le bastaban las manos para
estrangular a Genoveva, que era una canija , y durante los primeros minutos no
pensó en otra cosa.
—Lo sé todo, dijo él.
—¿Quién te lo contó?
Deolindo levantó los hombros.
—Fuera quien fuera, respondió ella, ¿le dijeron que a mí me gustaba
mucho un joven?
—Me dijeron.
—Le dijeron la verdad.
Deolindo llegó a tener un ímpetu; ella le hizo parar solo con la acción
de los ojos. Enseguida le dijo que, si le abriera la puerta, era porque sabía
que era un hombre de juicio. Le contó entonces todo, las saudades que sintiera,
las propuestas del buhonero, sus rechazos, hasta que un día, sin saber cómo, amaneció
enamorada de él.
—Puedes creer que pensé mucho y mucho en ti. La señora Inácia que te
diga si no lloré mucho... Pero el corazón cambió... Cambió... Te cuento todo esto,
como si estuviera ante al cura, concluyó sonriendo.
Machado de Assis
Traducción: Mei Santana
Fuente:
ASSIS, Machado de. Contos Consagrados. Coleção Prestígio, Ediouro, S/d.
Traducir Machado es un gran aprendizaje!
ResponderEliminarLa vida sin lucha es un mar muerto en el centro del organismo universal.
Machado de Assis