Así empezaba la Conferencia de Estoril (Portugal), con la intervención de Mia Couto:
“Bueno, nada más inseguro de lo que
un escritor en una conferencia sobre seguridad, un escritor que se siente un
poco solo porque fue el único invitado en esta y en la anterior edición…
necesito un amparo, un refugio… es un texto que voy a leer… El presidente me
había dicho que yo debía hablar espontáneamente,...no soy capaz en siete
minutos. Escribí este texto que voy a leer y que se titula: Celebrar el miedo.
Celebrar el miedo
“El miedo fue uno de mis primeros
maestros. Antes de tener confianza en criaturas celestiales, aprendí a temer a
los monstruos, fantasmas y demonios. Los ángeles, cuando llegaron, ya era para
guardarme; los ángeles actuaban como si fueran una especie de guardaespaldas de
las almas.
Ni siempre los que me protegían
sabían la diferencia entre sentimiento y realidad. Eso sucedía, por ejemplo,
cuando me enseñaban a ser reacio ante los desconocidos. En realidad, la mayor
parte de la violencia contra los niños siempre ha sido practicada no por
extraños, sino por parientes o conocidos. Los fantasmas que servían en mi niñez
reproducían ese viejo engaño de que estamos más seguros en ambientes que
reconocemos.
Mis ángeles de la guarda tuvieron la
ingenuidad de creer que yo estaría más protegido solo por no aventurarme más
allá de la frontera de mi lengua, de mi cultura y de mi territorio. El miedo
fue, al final, el maestro que más me hizo desaprender. Cuando dejé mi casa
natal, una invisible mano me robaba el valor de vivir y la audacia de ser yo
mismo. En el horizonte se vislumbraban
más muros de lo que carreteras. En
ese momento, algo me sugería lo siguiente: que hay en este mundo más miedo de
las cosas malas, de lo que cosas malas propiamente dichas.
En el Mozambique colonial, en el
cual nací y crecí, la narrativa del miedo tenía un envidiable casting
internacional. Los chinos que comían niños, los llamados terroristas que
luchaban por la independencia y un ateo barbudo con un nombre alemán.
Esos fantasmas tuvieron el fin de
todos los fantasmas: murieron cuando murió el miedo. Los chinos abrieron
restaurantes cerca de nuestras casas, los dichos terroristas son hoy
gobernantes respetables y Carl Marx, el ateo barbudo, es un simpático abuelo
que no dejó descendencia.
El precio de esa construcción del
terror fue, sin embargo, trágico para el continente africano. En nombre de la
lucha contra el comunismo se cometieron las más indecibles barbaridades. En
nombre de la seguridad mundial, fueron puestos y conservados en el poder
algunos de los dictadores más sanguinarios de toda la historia y la peor de
esta larga herencia de intervención externa es la facilidad con la que las
élites africanas siguen culpando a los otros por sus propios fracasos.
La Guerra Fría se enfrió, pero el
maniqueísmo que la sostenía no se desarmó, inventando rápidamente otras
geografías del miedo a Oriente y a Occidente y, porque se trata de entidades
demoníacas, no bastan los seculares medios de gobernación, necesitamos
intervención con legitimidad divina.
Lo que era ideología pasó a ser
creencia. Lo que era política se convirtió en religión. Lo que era religión
pasó a ser estrategia de poder. Para que se fabriquen armas es necesario
fabricar enemigos. Para que se produzcan enemigos es imperioso que se sustenten
fantasmas.
El mantenimiento de ese alborozo
requiere un dispendioso aparato y un batallón de especialistas que, en secreto,
toman decisiones en nuestro nombre. Esto es lo que nos dicen: para superar las
amenazas domésticas, necesitamos más policía, más prisiones, más seguridad
privada y menos privacidad. Para enfrentar las amenazas globales, necesitamos
más ejércitos, más servicios secretos y la suspensión temporal de nuestra ciudadanía.
Todos sabemos que el camino
verdadero tiene que ser otro. Todos sabemos que ese otro camino podría empezar,
por ejemplo, por el deseo de conocer mejor a esos que, de uno y de otro lado,
aprendemos a llamar de “ellos”. A los rivales políticos y a los militares, se
juntan ahora el clima, la demografía y las epidemias. El sentimiento que se
creó fue el siguiente: La realidad es peligrosa, la naturaleza es traicionera y
la humanidad, imprevisible.
Vivimos como ciudadanos y como
especie en permanente situación de emergencia. Como en cualquier estado de
sitio, las libertades individuales deben de estar controladas, la privacidad
puede ser invadida y la racionalidad debe ser suspendida. Todas esas
restricciones sirven para que no se hagan preguntas como, por ejemplo, ¿Por qué
motivo la crisis financiera no ha alcanzado a la industria armamentista? ¿Por
qué motivo se gastó, tan solo el año pasado, un trillón y medio de dólares en
armamento militar? ¿Por qué motivo los que hoy intentan proteger a los civiles
de Libia son exactamente los que vendieron más armas al régimen del coronel
Gadafi? ¿Por qué motivo se llevan a cabo más seminarios sobre seguridad que
sobre justicia?
Si queremos resolver, y no tan solo
discutir la seguridad mundial, tendremos que enfrentar amenazas más reales y
urgentes. Hay un arma de destrucción masiva que se utiliza todos los días, en
todo el mundo, sin necesidad del pretexto de la guerra. ¡Ese arma se llama
hambre!
En pleno siglo XXI, una de cada seis
personas pasa hambre. El coste para superar el hambre mundial sería una
fracción muy pequeña de lo que se gasta en armamento. El hambre será, sin duda,
el mayor motivo de inseguridad de nuestro tiempo.
Voy a mencionar aún otra silenciada
violencia: en todo el mundo, una de cada tres mujeres fue o será víctima de
violencia física o sexual durante su tiempo de vida. Es cierto que, sobre un
gran parte de nuestro planeta, pesa una condena anticipada por el simple hecho
de ser mujeres.
Nuestra indignación, sin embargo, es
mucho menor que el miedo. Sin darnos cuenta fuimos convertidos en soldados de
un ejército sin nombre y, como militares sin uniforme, dejamos de cuestionar.
Dejamos de hacer preguntas y de discutir las razones. Las cuestiones éticas son
olvidadas, porque ha sido probada la barbaridad de los otros y, porque estamos
en guerra, no tenemos que mostrar coherencia, tampoco de ética ni de legalidad.
Es sintomático que la única
construcción humana que puede ser vista desde el espacio sea una muralla, la
Gran Muralla, que fue erguida para proteger a China de las guerras e
invasiones, pero la Muralla no evitó conflictos ni tampoco detuvo a los
invasores. Posiblemente murieron más chinos construyendo la muralla, que
víctimas de las invasiones que realmente hubo. Se dice que algunos de los
trabajadores que murieron fueron emparedados en su propia construcción. Esos
cuerpos convertidos en muro y piedra son una metáfora de cuanto nos puede
aprisionar el miedo.
Hay muros que separan naciones, hay
muros que dividen a ricos y a pobres, pero no hay todavía hoy en el mundo, un
muro que separe a los que tienen miedo de los que no lo tienen. Bajo las mismas
nubes grises vivimos todos nosotros, del norte y del sur, de occidente y de
oriente.
Citaré a Eduardo Galeano acerca de
esto, qué es el miedo global, es decir:
“Los que trabajan tienen miedo de
perder el trabajo, los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca
trabajo; cuando no se tiene miedo del hambre se tiene miedo de la comida; los
civiles tienen miedo de los militares, los militares tienen miedo de la falta
de armas y las armas tienen miedo de la falta de guerras.”
Y, si cabe, acreciento yo ahora: Habrá
quien tenga miedo de que el miedo se acabe.
¡Muchas gracias!”
Traducción y adaptación
Fernando Liguori