¿Te perdiste la primera parte?
No sonreía de escarnio. La expresión de las palabras era una mezcla de candor y cinismo, de insolencia y simplicidad, que desisto de definir mejor. Creo incluso que insolencia y cinismo están mal aplicados. Genoveva no se defendía de un error o de un perjurio; no se defendía de nada; le faltaba el patrón moral de las acciones. Lo que decía, en resumen, es que era mejor no haber cambiado, se llevaba bien con el afecto de Deolindo, la prueba es que quiso huir con él; pero, una vez que el buhonero venció al marinero, la razón era del buhonero y debía declararlo. ¿Qué le parece? El pobre marinero citaba el juramento de despedida, como una obligación eterna, ante la cual había consentido en no huir y embarcarse. “Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de la muerte”. Si se embarcó, fue porque ella le juró eso. Con esas palabras anduvo, viajó, esperó y volvió; fueron ellas las que le dieron la fuerza de vivir. Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de la muerte...
—Pues, sí, Deolindo, era verdad. Cuando te lo juré, era verdad. Tanto
era verdad que yo quería huir contigo al sertón[1]. ¡Solo Dios sabe si era
verdad! Pero vinieron otras cosas... Vino este joven y empezó a gustarme...
—Pero si uno jura es para eso mismo; para que no te guste nadie más...
—Deja eso, Deolindo. Entonces, ¿solo te acordaste de mí? Deja eso de
lado...
—¿A qué hora vuelve José Diogo?
—No vuelve hoy.
—¿No?
—No vuelve; está allá, por la región de Guaratiba, con la caja[2]; debe volver el viernes o el
sábado. ¿Y por qué quieres saberlo? ¿Qué mal te hizo él?
Puede ser que cualquier otra mujer tuviera iguales palabras; pocas le
darían una expresión tan cándida, no a propósito, pero sí involuntariamente. Mire
que estamos aquí muy cerca de la naturaleza. ¿Qué mal le hizo él? ¿Qué mal le
hizo esta piedra que cayó desde arriba? Cualquier maestro de física le
explicaría la caída de las piedras. Deolindo declaró, con un gesto de desesperación,
que quería matarlo. Genoveva lo miró con desprecio, sonrió levemente y dio un
chasquido; y como él le había hablado de
ingratitud y perjurio, no pudo disimular el pasmo. ¿Qué perjurio? ¿Qué
ingratitud? Ya le había dicho y repetía que cuando le juró era verdad. Nuestra
Señora, que allí estaba sobre la cómoda, sabía si era verdad o no. ¿Así era
como le pagaba lo que padeció? Y él, que tanto se llenaba la boca al hablar de
fidelidad, ¿se había acordado de ella por dónde anduvo?
Su respuesta fue meter la mano en el bolsillo y sacar el paquete que le
traía. Ella lo abrió, sacó las fruslerías, una por una, y por fin encontró los
pendientes. No eran ni podrían ser ricos; eran realmente de mal gusto, pero tenían
una apariencia fantástica. Genoveva los cogió, contenta, deslumbrada, los miró
por un lado y por otro, de cerca y de lejos y, al final, se los puso en las
orejas; después se fue hasta el espejo de baratija
colgado en la pared, entre la ventana y la portezuela,
para ver el efecto que le hacían. Retrocedió, se acercó, giró la cabeza desde
la derecha hacia la izquierda y de la izquierda hacia la derecha.
—Sí, señor, muy bonitos, dijo ella, haciendo una gran mesura de
agradecimiento. ¿Dónde los compró?
Creo que él no le respondió nada, no tendría tiempo para eso, porque
ella le disparó dos o tres preguntas más, una detrás de otra, de tan confusa que
estaba al recibir un mimo a cambio de un olvido. Confusión de cinco o cuatro
minutos; puede ser que dos.
No tardó en quitarse los pendientes y
en contemplarlos y ponerlos en su cajita encima de la mesa redonda que
estaba en el medio de la sala. Él, por su parte, comenzó a creer que, así como
la había perdió estando ausente, así mismo el otro, ausente, podría también
perderla y, probablemente, ella no le había jurado nada.
—A lo tonto, a lo tonto es noche, dijo Genoveva
En efecto, la noche iba cayendo rápidamente. Ya no podían ver el
hospital de los Lázaros y apenas distinguían la isla de los Melones; los mismos
barcos y canoas, puestas en dique seco, frente a la casa, se confundían con la
tierra y el lodo de la playa. Genoveva encendió una vela. Después fue a
sentarse en el umbral de la puerta y le pidió que le contara alguna cosa de las
tierras por donde había andado. Deolindo se negó al principio; dijo que se iba,
se levantó y dio algunos pasos en la sala. Pero el demonio de la esperanza
mordía y baboseaba el corazón del pobre diablo y él volvió a sentarse para contarle
dos o tres anécdotas de a bordo. Genoveva escuchaba con atención. Interrumpidos
por una mujer del vecindario, que vino allí, Genoveva la hizo sentarse también,
para oír “las bonitas historias que el señor Deolindo estaba contando”. No hubo
otra presentación. La gran dama que prolonga la vigilia para concluir la
lectura de un libro o de un capítulo, no vive más íntimamente la vida de los
personajes de lo que la antigua amante del marinero la vivía, en las escenas
que él le iba contando, tan libremente interesada y presa, como si entre ambos
no hubiera más que una narración de episodios. ¿Qué le importa, a la gran dama,
el autor del libro? ¿Qué le importaba a esa joven el contador de los episodios?
La esperanza, sin embargo, empezaba a desampararlo y él se levantó
definitivamente para irse. Genoveva no quiso dejarlo marcharse antes de que la
amiga viera los pendientes y fue a enseñárselos con grandes encarecimientos[3]. A la otra le encantaron,
los elogió mucho, le preguntó si los había comprado en Francia y le pidió a
Genoveva que se los pusiera.
—Efectivamente, son muy bonitos.
Quiero creer que el propio marinero estuvo acorde con esa opinión. Le
gustó verlos, creyó que habían sido hechos para ella y, durante algunos
segundos, saboreó el placer exclusivo y superfino de haber dado un buen regalo,
pero fueron solo algunos segundos.
Como él se despidió, Genoveva lo acompañó hasta la puerta para
agradecerle una vez más el regalo y, probablemente, decirle cosas tiernas e
inútiles. La amiga, que se había quedado en la sala, apenas le escuchó esta
palabra: “Para con eso, Deolindo”, y esta otra del marinero. “Tú verás”. No
pudo escuchar el resto, que no pasó de un susurro.
Deolindo siguió, playa afuera, cabizbajo y lento, no ya el joven
impetuoso de la tarde, sino con un aire viejo y triste, o, para emplear otra
metáfora de marinero, como un hombre “que va de la mitad del camino hacia
tierra". Genoveva entró después, alegre y ruidosa. Le contó a la otra la
anécdota de sus amores marítimos, elogió mucho el genio de Deolindo y sus
bonitos modos; la amiga declaró que le había parecido muy simpático.
—Muy buen chico, insistió Genoveva. ¿Sabes qué me dijo ahora?
—¿Qué?
—Que se va a matar.
—¡Jesús!
—¡Qué va! No va a matarse, no. Deolindo es así mismo; dice las cosas,
pero no las hace. Verás que no se mata. Pobre, son celos. Pero los pendientes
son muy graciosos.
—Yo aquí aún no he visto de estos.
—Ni yo, concordó Genoveva, examinándolos a la luz. Después los guardó e
invitó a la otra a coser.
La verdad es que el marinero no se mató. Al día siguiente, algunos de
los compañeros le palmearon en el hombro, saludándolo por la noche de almirante,
y le pidieron noticias de Genoveva; si estaba más guapa, si había llorado mucho
en su ausencia, etc. Él respondía a todo con una sonrisa satisfecha y discreta,
una sonrisa de persona que vivió una gran noche. Parece que tuvo vergüenza de
la realidad y prefirió mentir.
Machado de Assis
Traducción: Mei Santana
Traducción: Mei Santana
Fuente:
ASSIS, Machado de. Contos Consagrados. Coleção Prestígio, Ediouro, S/d.
Mei, una vez más un maravilloso y dificilísimo trabajo. ¡¡Enhorabuena!!
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