Cargaba
en sí una biblioteca, era una biblioteca ambulante. Con sus historias alegraba
los encuentros al atardecer. Doña Ceci era conocida como la contadora de
historias de aquella región. ¡Y cómo estaba llena de historias que contar! A veces, hasta los
niños dejaban de jugar en el patio a la luz de la Luna y de las
estrellas para escucharla. Y se reían y se emocionaban entre sí.
Había
una historia que ella siempre contaba, la historia de un hombre que se volvió
loco de tanto leer y resolvió salir por el mundo para imitar las aventuras
leídas. Invitó a un amigo para ser su fiel escudero y, juntos, salieron tierra
adentro. Él, montado en un caballo. Y su amigo, en un rucio.
Y el
hombre que enloqueció, se volvió tan loco, contaba ella, que al ver un molino de
viento, dijo que era un monstruo que quería destruirlos. Y trabó una lucha. Fue
una lucha ardua. Sí, por supuesto, fue herido por una de las palas del molino y
se cayó por tierra siendo amonestado por el amigo.
—¿No está viendo que eso es un monstruo que quiere destruirnos? Le dijo al amigo.
Su
amigo no podía entenderlo, pero lo respetaba y seguían adelante hacia nuevas
aventuras.
·
María
y sus familiares, que vivían muy cerca de su casa, se quedaban encantados con
la manera con la que doña Ceci contaba las historias. Ella actuaba,
gesticulaba, daba tonalidad a la voz y, a veces, incluso imitaba el habla de
algunos personajes. Era un momento de celebración de la vida. La gente, en
aquella época, se miraba a los ojos, charlaban, jugaban, mientras contaban
historias, todos sentados en el patio a la luz del quinqué o de la Luna.
Doña
Ceci era tan importante para los habitantes de aquella región que, la
mayoría de las veces, salía de casa el viernes, con la invitación de los parientes
y amigos para contar historias, y solo volvía el lunes. Vicente, aún
adolescente, inspirado por la abuela, sintió ganas de adentrarse en el mundo del Arte, consiguió una zanfoña y aprendió a tocar solo, oyendo y escuchando las
canciones en su radiecita de pila. Y a ella le gustó, porque pasó a ser una
atracción más en aquellos encuentros, ahora llenos de música y literatura.
·
—Doña
Ceci, ¿No tiene miedo de perder también el seso como el hombre de la
historia? Le preguntó Pedro.
—No
Pedrito, en realidad ya lo perdí hace tiempo. Dijo. Y todos se echaron una carcajada al unísono. Y eso es porque aún no escuchaste toda la historia, añadió.
—Entonces
cuénteme más, cuénteme. Le dijo Pedro. Y María se reía y se reía.
Y doña
Ceci le contó un poco más. Dijo que una vez, mientras el caballero
andante y su fiel escudero caminaban por el mundo sobre sus bestias, se
encontraron con dos rebaños de ovejas. Al ver aquella inmensidad de animales, el caballero saltó del caballo y le gritó al amigo:
—¡Mira, un ejército listo para destruirnos!
—¡Qué
ejército, hombre! Le dijo su amigo. Son apenas ovejas.
—Qué ovejas ni que ocho cuartos, ¿Estás ciego? ¿Por qué no puedes ver lo que veo? Replicó. Y entabló una lucha más.
Los
pastores avanzaron y le dieron una paliza. Y una vez más fue amonestado por el
amigo. Sin embargo, no sirvieron de nada los consejos del amigo, porque el caballero se
levantaba y se dirigía hacia otra aventura, completaba ella.
·
Pedrito
estaba muy curioso por saber el final de la historia. Doña Ceci se la contaba
por partes. María le preguntaba si él también iba a ser así, como ella. Él respondía
que sí, que quería aprender muchas historias. Y eso dejaba a su madre muy orgullosa, con una gran sonrisa en el rostro.
E incluso, ante esa vida tan sufrida, para poder sobrevivir parece que el arte les servía como un calmante, un anestésico. En aquellos momentos de distracción se olvidaban del corte de la caña, del carbonero, del campo. Doña Ceci, por ejemplo, tan solo no cortaba caña, decía que era el peor trabajo del mundo. Ahora bien, el maíz, frijol, cará, jengibre le encantaban. Trataba la tierra con tanto cariño, con tanto respeto, que daba placer el verla cultivando sus plantaciones.
Para seguir leyendo,
Adenildo Lima
Traducción Mei Santana
No hay comentarios:
Publicar un comentario