¿De qué vale tener voz
si solo cuando no hablo me entienden?
¿De qué vale despertar
si lo que vivo es menos de lo que soñé?
(Versos del chico que escribía versos)
- ¡Él escribe versos!
Señaló el hijo, como si entregara al criminal en la comisaría.
El médico miró por encima de las lentes, con el esfuerzo del alpinista en la
cumbre de la montaña.
- ¿Hay antecedentes en la familia?
- ¿Perdone, doctor?
El médico se deshizo punto por punto. Doña Serafina
respondió que no. El padre del joven, mecánico de nacimiento y perezoso por
destino, nunca había acechado una página. Leía motores, interpretaba chapas. La
trataba bien, nunca le pegara, pero la dulzura más refinada que lograra
conseguir había sido en la noche de nupcias:
- Serafina, hoy hueles a aceite Castrol.
Y ella, hoy en día, hasta se conmueve con la
comparación: perfume de igual calidad, ¿qué otra mujer osa ni siquiera con soñar?
Por más pobres que fuesen aquellos días, para ella, habían sido una Luna de
miel. Para él, no había sido más que un período de rodaje. El hijo había sido
confeccionado en esos enamoramientos de uña sucia, restos de combustible
manchando la sábana. Y aceitosas confesiones de amor. Todo transcurría sin más,
lo que se ganaba en el taller mal daba para comprar el pan y para la escuela
del pequeño. Pero, de súbito, empezaron a aparecer, por los rincones de la
casa, papeles garabateados con versos. El hijo confesó, sin pestañear, la
autoría del hecho.
- Son mis versos, sí.
El padre pronto sentenciara: Hay que sacar al niño
de la escuela. Aquello era cosa de demasiados estudios, peligrosos contagios,
malas compañías. Pues el chico, en lugar de lanzarse al frotamiento con las
chicas, se desanimaba en las penumbras y, aún peor, escribía versos.
¿Qué pasaba: mariconada intelectual? ¿O el carburador
atascado, averías de esas en las que la vida del hombre se queda en punto
muerto?
Doña Serafina defendió al hijo y los estudios. El padre,
conformado, exigió: Entonces que sea examinado.
- El médico que haga una revisión general, parte
mecánica, parte eléctrica.
Quería todo. Que se afinase la sangre, se calibrasen
los pulmones y, sobre todo, que le mirasen el nivel de aceite en la sartén. Aunque
hubiera que pagar por sobresalirse, no importaba. Lo que urgía era contener
aquella vergüenza familiar.
Ojos bajos, el médico escuchó todo, sin dejar de
garabatear en un papel. Preparaba ya la receta para ahorrar tiempo. Con enfado,
el clínico se dirigió al chico:
- ¿Te duele algo?
- Me duele la
vida, doctor.
El doctor interrumpió la escritura. La respuesta,
sin duda, lo sorprendiera. En cambio, doña Serafina aprovechaba el momento: ¿Está
viendo, doctor? ¿Está viendo? El médico volvió a levantar la mirada y a afrontar
al chico:
- ¿Y qué haces cuando te asaltan esos dolores?
- Lo mejor que sé hacer, excelencia.
- ¿Y qué es?
- Soñar.
Serafina volvió a la carga y llenó al hijo de
trompadas en la nuca. ¿No recordaba qué le había dicho el padre sobre los
sueños? ¡Qué fuera a soñar lejos! Pero el hijo reaccionó: Lejos, ¿por qué? Cerca,
¿el sueño lisiaría a alguien? El padre tendría,sí, recelo de sueño. Y se rió,
acariciando el brazo de la madre.
El médico se asombró con el chico. Le costaba creerlo,
dada la edad. Sin embargo, el chico, voz tímida, fue anunciándose. Que él,
modestia aparte, inventara sueños de esos que ya no hay, solo antiguamente,
cosas de hacer temblar la tierra. Ejemplificaría, para entender mejor. Pero ni
llegó a empezar. El doctor lo interrumpió:
- No tengo tiempo, muchacho, esto no es ninguna
clínica psiquiátrica.
La madre, desesperada, pidió clemencia. Que el
doctor le echase, por lo menos, un vistazo al cuadernillo de los versos. A ver
si allí encontraba la razón de tan grave trastorno. Contrahecho, el médico
aceptó y guardó el manuscrito en el cajón. La madre que volviese a la semana
siguiente. Y que trajese al paciente.
A la semana siguiente, fueron los últimos en ser
atendidos. El médico, sesudo y circunspecto, le dijo: ¿el chico no tendría, por
casualidad, más versos? El chico no le entendió.
- ¿No sigues escribiendo?
- Esto que hago no es escribir, doctor. Estoy, sí,
viviendo. Tengo este trozo de vida – dijo, apuntando hacia un nuevo cuadernillo
– casi a la mitad.
El médico llamó a la madre a parte. Y le dijo que
aquello era más grave de lo que se podría pensar. El chico necesitaba
internación urgente.
- No tenemos dinero, refunfuñó la madre entre
sollozos.
- No importa, contestó el doctor.
Dijo que él mismo asumiría los gastos. Y que sería
allí mismo, en su clínica, que el chico sería sometido al tratamiento adecuado.
Hoy, quien visita el consultorio raramente encuentra
al médico. Mañanas y tardes, se sienta en un rincón de la habitación de
internamiento del chico. El que pasa puede escuchar la voz pausada del hijo del
mecánico que va leyendo, verso a verso, su propio corazón.
Mei Santana
Créditos fotografía:
Escribir es el arte de cortar palabras. Carlos Drummond de Andrade.
ResponderEliminarEl silencio vale más que mil palabras...
ResponderEliminarUn cuento bellísimo, Mei. Gracias por un trabajo más tan importante. Un gran beso,
ResponderEliminar