lunes, 9 de enero de 2017

TRADUCIENDO: "El chico que escribía versos" de Mía COUTO


¿De qué vale tener voz
si solo cuando no hablo me entienden?

¿De qué vale despertar
si lo que vivo es menos de lo que soñé?

(Versos del chico que escribía versos)


- ¡Él escribe versos!

Señaló el hijo, como si entregara al criminal en la comisaría. El médico miró por encima de las lentes, con el esfuerzo del alpinista en la cumbre de la montaña. 

- ¿Hay antecedentes en la familia?

- ¿Perdone, doctor?

El médico se deshizo punto por punto. Doña Serafina respondió que no. El padre del joven, mecánico de nacimiento y perezoso por destino, nunca había acechado una página. Leía motores, interpretaba chapas. La trataba bien, nunca le pegara, pero la dulzura más refinada que lograra conseguir había sido en la noche de nupcias:

- Serafina, hoy hueles a aceite Castrol. 

Y ella, hoy en día, hasta se conmueve con la comparación: perfume de igual calidad, ¿qué otra mujer osa ni siquiera con soñar? Por más pobres que fuesen aquellos días, para ella, habían sido una Luna de miel. Para él, no había sido más que un período de rodaje. El hijo había sido confeccionado en esos enamoramientos de uña sucia, restos de combustible manchando la sábana. Y aceitosas confesiones de amor. Todo transcurría sin más, lo que se ganaba en el taller mal daba para comprar el pan y para la escuela del pequeño. Pero, de súbito, empezaron a aparecer, por los rincones de la casa, papeles garabateados con versos. El hijo confesó, sin pestañear, la autoría del hecho.

- Son mis versos, sí.

El padre pronto sentenciara: Hay que sacar al niño de la escuela. Aquello era cosa de demasiados estudios, peligrosos contagios, malas compañías. Pues el chico, en lugar de lanzarse al frotamiento con las chicas, se desanimaba en las penumbras y, aún peor, escribía versos.

¿Qué pasaba: mariconada intelectual? ¿O el carburador atascado, averías de esas en las que la vida del hombre se queda en punto muerto?

Doña Serafina defendió al hijo y los estudios. El padre, conformado, exigió: Entonces que sea examinado.

- El médico que haga una revisión general, parte mecánica, parte eléctrica. 

Quería todo. Que se afinase la sangre, se calibrasen los pulmones y, sobre todo, que le mirasen el nivel de aceite en la sartén. Aunque hubiera que pagar por sobresalirse, no importaba. Lo que urgía era contener aquella vergüenza familiar.

Ojos bajos, el médico escuchó todo, sin dejar de garabatear en un papel. Preparaba ya la receta para ahorrar tiempo. Con enfado, el clínico se dirigió al chico:

- ¿Te duele algo?

- Me duele la vida, doctor. 

El doctor interrumpió la escritura. La respuesta, sin duda, lo sorprendiera. En cambio, doña Serafina aprovechaba el momento: ¿Está viendo, doctor? ¿Está viendo? El médico volvió a levantar la mirada y a afrontar al chico: 

- ¿Y qué haces cuando te asaltan esos dolores?

- Lo mejor que sé hacer, excelencia.

- ¿Y qué es?

- Soñar. 

Serafina volvió a la carga y llenó al hijo de trompadas en la nuca. ¿No recordaba qué le había dicho el padre sobre los sueños? ¡Qué fuera a soñar lejos! Pero el hijo reaccionó: Lejos, ¿por qué? Cerca, ¿el sueño lisiaría a alguien? El padre tendría,sí, recelo de sueño. Y se rió, acariciando el brazo de la madre.

El médico se asombró con el chico. Le costaba creerlo, dada la edad. Sin embargo, el chico, voz tímida, fue anunciándose. Que él, modestia aparte, inventara sueños de esos que ya no hay, solo antiguamente, cosas de hacer temblar la tierra. Ejemplificaría, para entender mejor. Pero ni llegó a empezar. El doctor lo interrumpió:

- No tengo tiempo, muchacho, esto no es ninguna clínica psiquiátrica.

La madre, desesperada, pidió clemencia. Que el doctor le echase, por lo menos, un vistazo al cuadernillo de los versos. A ver si allí encontraba la razón de tan grave trastorno. Contrahecho, el médico aceptó y guardó el manuscrito en el cajón. La madre que volviese a la semana siguiente. Y que trajese al paciente.  

A la semana siguiente, fueron los últimos en ser atendidos. El médico, sesudo y circunspecto, le dijo: ¿el chico no tendría, por casualidad, más versos? El chico no le entendió.

- ¿No sigues escribiendo?

- Esto que hago no es escribir, doctor. Estoy, sí, viviendo. Tengo este trozo de vida – dijo, apuntando hacia un nuevo cuadernillo – casi a la mitad. 

El médico llamó a la madre a parte. Y le dijo que aquello era más grave de lo que se podría pensar. El chico necesitaba internación urgente.

- No tenemos dinero, refunfuñó la madre entre sollozos.

- No importa, contestó el doctor.

Dijo que él mismo asumiría los gastos. Y que sería allí mismo, en su clínica, que el chico sería sometido al tratamiento adecuado. 

Hoy, quien visita el consultorio raramente encuentra al médico. Mañanas y tardes, se sienta en un rincón de la habitación de internamiento del chico. El que pasa puede escuchar la voz pausada del hijo del mecánico que va leyendo, verso a verso, su propio corazón. 

Mei Santana


Créditos fotografía:

3 comentarios:

  1. Escribir es el arte de cortar palabras. Carlos Drummond de Andrade.

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  2. El silencio vale más que mil palabras...

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  3. Un cuento bellísimo, Mei. Gracias por un trabajo más tan importante. Un gran beso,

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