En una época en que la fotografía ya se había
popularizado, es impresionante que sea un cuadro la imagen que, quizá, mejor
defina un conflicto armado que duró casi tres años y acabó con la vida de
quinientos mil españoles, además de otros tantos extranjeros que fueron a
luchar en aquella guerra.
La desesperación, el terror y la muerte son algunas
de las características que se vislumbran en el célebre cuadro del pintor
malagueño, pintado solo algunos meses después de la masacre del pueblo vasco de
Guernica (Gernikako, en euskera), a pedido del gobierno republicano de España,
cuando la guerra aún tardaría en llegar a su fin con la caída de Madrid.
La pintura, de 349 por 776 centímetros, y que está repleta
de símbolos como el toro y el caballo, solo llegó a España en 1981, tras el fin
del régimen de Franco que, antes de su muerte, había dado el visto bueno para
que se iniciaran las negociaciones para su entrega.
¿Que inspiró a Picasso a pintar una de sus más
geniales obras que, como ya se ha visto, fue reconocida incluso por el propio generalísimo?
El bombardeo de un pueblo de unos cinco mil habitantes que, por primera vez en
la historia militar, fue completamente destruido bajo una lluvia de bombas lanzada
por las aviaciones alemana e italiana al servicio de Franco.
Eran las 15h30 y, al principio, un avión solitario
sobrevoló el pueblo. Tras el reconocimiento aéreo, vino el primer bombardero que
arrojó su carga en el centro del pueblo y se fue. Cuando la gente se puso a
ayudar a los heridos, vinieron otras docenas de aviones, en oleadas continuas,
que lanzaron bombas incendiarias y antipersona, de 50 a 250 kilogramos, al paso
que ametrallaban cualquier cosa que se moviera por las calles.
No cabe duda de que estas fueron horas de terror,
tras las cuales el pueblo, ya destruido, ardía en llamas. Unos 271 edificios, lo
que equivaldría a las tres cuartas partes de la ciudad, se perdieron en el
bombardeo. Familias enteras fueron enterradas entre los escombros. Un
superviviente dijo que ni siquiera conseguía completar sus oraciones, puesto
que, antes de llegar al final, era interrumpido por una bomba, y otra, así hasta
que todo se acabó.
Tanto vacas como ovejas murieron quemadas por el
fósforo blanco de las bombas. Un burro murió al derrumbarse la cuadra en
llamas, mientras intentaba soltarse. Entonces, si se cambia la vaca por el toro
o el burro por el caballo, es imposible no acordarse del cuadro de Picasso.
Entre 250 y 300 fueron las personas asesinadas y
muchos más el número de heridos. La carnicería solo no fue más grande gracias a
los abrigos que existían en el pueblo, donde sus habitantes se refugiaron.
Al día siguiente llegaba el ejército vencedor, que
pronto ordenó que aquellos que tuviesen carro y vacas recogieran los cuerpos tirados
por las calles. Cabezas, brazos, no todos estaban enteros, así es la crudeza de
cualquier guerra.
Si se mira con atención lo que sucedió en aquella
tarde de abril de 1937, se comprende mejor el porqué de que el gobierno
republicano hubiera encargado la pintura a Picasso que, en ese momento, ya era
reconocido por sus trabajos.
Es probable que quisieran mostrarle al mundo, al colocar
la obra en la Exposición Internacional de París, lo que pasaba en aquel país
pobre de Europa, consumido por sucesivas crisis y, ahora también, por la guerra.
Si esa era su intención, no cabe duda de que lo
lograron, sin embargo, no fue suficiente. La guerra continúo hasta la rendición
incondicional del gobierno republicano que, vale mencionar, así como el bando sublevado,
nada tenía de santo, y si no que lo digan los miles de curas y religiosos
asesinados a lo largo del conflicto.
Pese al fracaso de la obra para parar la guerra, esta
sirvió, y todavía sirve, como un gran símbolo antibélico, expuesta para que
todos la vean, en uno de los museos más prestigiosos del mundo, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Sigue, así, como un triste recuerdo de la crueldad del hombre, pero también de
su genialidad frente a la adversidad.
Felipe Peres
Bibliografía:
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