lunes, 9 de abril de 2018

"Ana" de Adenildo Lima (Cuento inédito)

Cabellos escurridos, piel quemada por el sol y una sonrisa estampada en la mirada. Sí, una sonrisa abierta, transparente; incluso proviniendo, a veces, de las lágrimas causadas por las penurias sociales. Porque, al contrario de lo que muchos anhelan, Ana quería apenas ser feliz, poder jugar y disfrutar de las cosas más sencillas en una convivencia de amor y respeto con la naturaleza. 

Ser feliz: ese era su mayor sueño, en algunos momentos poetizado por su imaginación fértil, una imaginación repleta de fantasía, que creaba escenarios deslumbrantes. Y como todo niño, anhelaba tener sus juguetes y, a falta de ellos, debido al hecho de que su madre y su padre no podían comprárselos, ella misma se los hacía. Su muñeca, por ejemplo, estaba hecha con un trozo de madera y el cabello de la mazorca de maíz. 

Y cuando la muñeca estaba lista, Ana le daba un nombre, enseguida jugaba, se divertía; incluso había hecho una casita para ella y, allí, se quedaba charlando, compartiendo sus sueños y deseos.


—Lili, cuando crezca quiero seguir siendo feliz, como estoy ahora, le decía Ana a ella. La muñeca no le respondía nada, pero parecía escucharla atentamente. 


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La vida en el lugar donde Ana vivía era difícil. Su madre, además de tener varios hijos, aún joven, a los treinta años aproximadamente, tenía que trabajar pesado. Trabajaba en el campo, en el cañaveral; en fin, en todo lo que podía, para mantener la supervivencia de sus hijos. Ana la acompañaba desde los tres años. Y por increíble que parezca, ella vivía aquellos momentos como una diversión. 




En el cañaveral, bebía agua en la bangaña hecha de barro y, sentada en la paja de la caña, soplaba una flauta de plástico que su padre compró en la feria, como si estuviera tocando una canción, y se reía feliz al hacer aquellos improvisados sonidos. En el campo le gustaba quedarse cazando apereá con los perros, y tenía un aprecio especial por Piaba, la perra de estimación de su hermano gemelo. 

—Hija, ¿podrías ir a casa a ver si el frijol ya está cocinado?

—Puedo, sí, mamá.

Y salía corriendo. Pocos minutos después estaba de vuelta. 

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Que Ana era feliz, lo era, sí...

Pero, al contrario de lo que muchos imaginaban, la felicidad no es eterna. No, no lo es. Son momentos vividos en el día a día. Algunos momentos duran más, otros menos. Los primeros años vividos por Ana estuvieron llenos de alegría. Y ese era su mayor sueño: ser feliz; en su caso, continuar siendo feliz. Lo que no sucedió. 

Les pido que esperen un poco, por favor, que voy a detallar los motivos que la llevaron a quedarse taciturna, triste y sin fuerzas para seguir. 

Y, por otro lado, es posible que alguien se pregunte ¿qué podía llevar a una niña como ella a ser infeliz, si ya vivía las penurias sociales cotidianamente y, aun así, eso no la dejaba triste? Sí, eso es verdad, sin embargo vivir es un misterio que se descubre cada segundo. A veces, el descubrimiento es de sorpresas buenas y, a veces, los descubrimientos son dolorosos y nos hacen pensar y repensar qué es la existencia. 

Ahora bien, en el caso de Ana no fue para menos: fueron tres momentos completamente inesperados para cualquier persona e imaginémonos cuán difícil fue para su edad, una niña en sus primeros años de vida, en pleno florecer.

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El primer momento ocurrió un sábado, a eso de las cinco de la tarde, en plena puesta de sol. Ella estaba sentada en el alpendre de la casa, esperando a que su padre llegase con algo para comer: galletas, pan; y el pan era lo que más le gustaba. Normalmente solo lo comía una vez al mes. Si, claro, el dinero que sus padres conseguían trabajando en el campo no alcanzaba para comprar pan más de una vez al mes, ya que la vida allí en la estancia donde vivían era una lucha ardua para lograr sobrevivir.


Y ante tantas negligencias, con tantas penurias sociales algunos niños morían antes de cumplir cinco años. Ana hasta que vivió un poco más, como veremos a continuación. A diferencia de su hermano gemelo que solo vivió siete años. 

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Sí, Ana estaba sentada en el alpendre de su casa. De repente, apareció alguien corriendo. Y esa persona traía una noticia que Ana y su familia jamás se esperarían. 

—María, Joaquín fue asesinado. Dijo el chico, después de marear la perdiz, buscando medios para dar la triste noticia.

María se quedó inerte. Ana salió corriendo terreno afuera, gritando, llorando desesperada. Y sus otros hermanos, todos, entraron en una crisis de llanto incontrolable. Hasta los perros, ante aquella desesperación, también se quedaron tristes, incluso sin saber qué había sucedido. 


Y ya se sabe que ante la muerte, la gente se siente pequeña y sin fuerzas para reaccionar. Y así se quedó aquella familia. Imaginémonos cómo fue difícil para todos y cuán sufrido fue para Ana.

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Tras el asesinato de su padre, Ana perdió un poco de su felicidad. Jugaba, pero en general taciturna y en la mirada cargaba un sentimiento de dolor, de angustia, de revuelta. Y no era para menos, no obstante el sufrimiento no acababa ahí porque, un año después, su madre también falleció, víctima de un accidente en pleno cañaveral. 


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Ante esas dos tragedias: La muerte de su padre y la muerte de su madre, Ana, cuyo motivo de alegría lo constituía el simple hecho de existir, siempre sonriente, juguetona y llena de fuerza para vivir, minutos después, al saber que su madre había fallecido en el hospital, perdió la voz, se quedó muda. No se sabe si ella realmente había perdido la capacidad de hablar o si se negaba a hacer uso de las palabras, prefiriendo el silencio. 

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¿Qué puede llevar a alguien a perder la voz o, simplemente, a negarse a hacer uso de las palabras? 

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Algunas personas, en la época, comentaron que Ana prefirió, sí, el silencio al sonido cortante de las sílabas de cada palabra. Y otras llegaron a decir que Ana no existía más; existía apenas un cuerpo ambulante sobre la tierra. Y es comprensible, porque cuando se pierde el sentido de la existencia, el deseo de vivir, también se pierden los sueños, la esperanza. ¿Y qué es un ser humano sin motivos para soñar?

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Por un lado, la felicidad robada a una niña.
Su derecho de vivir al lado de un padre, de una madre.



Su derecho a jugar, a soñar, a ser feliz.
Por otro, la visible desatención de un Estado.

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Y como sabemos, Ana no resistió al dolor, al sufrimiento, pues para empeorar aún más su estado emocional, su hermano gemelo, dos años después de la muerte de su madre, falleció en pleno corte de caña. 

Sí, ella desapareció, dejó de existir. ¿Hablar? Ya no hablaba más. ¿Sonreír? No se reía más. ¿Jugar? Ya no jugaba más. A fin de cuentas, ¿qué le quedaba?


Ana fue vencida por la tristeza, su cuerpo no soportó tanto sufrimiento y, sin que nadie lo viera, cerró los ojos poco a poco y nunca más los abrió.


Adenildo Lima
Traducción de Mei Santana


Si te gustó, no te pierdas "Visita inesperada" y "Joaquín", dos cuentos también inéditos de Adenildo Lima.


Adenildo Lima, nació en Colonia Leopoldina, una pequeña ciudad ubicada en el interior del Estado de Alagoas, Brasil. Llegó a São Paulo en 1998, donde reside hasta hoy. En 2016 participó de la 24ª Bienal Internacional del Libro de São Paulo (Brasil). Adenildo es escritor, poeta, ponente y profesor universitario. Como licenciado en Letras, hizo su maestría en el área de Educación y una especialización en Gestión de Políticas Culturales, en la Universidad de Girona (España). Hasta el momento ha publicado cuatro libros, entre ellos, el más reciente es O copo e a água (Cuento infantil, 2ª ed., 2017) y A parteira (Poema narrativo, 2013), con prefacio de Isabel de Andrade Moliterno. En 2017 se postuló para el asiento 37, de la Academia Brasileña de Letras (ABL), que antes estaba ocupado por el poeta Ferreira Gullar.

5 comentarios:

  1. Otro bello cuento que nos ha regalado Adenildo Lima. ¡Gracias por compartirlo aquí con nosotros! Un gran abrazo afectuoso,

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  2. Gracias, Adenildo Lima, por este cuento tan especial...Gracias, Mei por la excelente traducción.

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