El artista plástico francés René Magritte
diría que esto no es una pipa. A ver, querido lector, esto no es una película
de Almodóvar y quizás te conduzca por un camino un poco incómodo. En su libro, Amor líquido. Acerca de la fragilidad
de los vínculos humanos (2003), el sociólogo polaco Zygmunt Bauman nos
habla de algo que conocemos muy bien: el modelo de las relaciones posmodernas,
que se distingue por su “falta de solidez, calidez y por una tendencia a ser
cada vez más fugaces y superficiales”.
Hoy, en el reinado de las aplicaciones de citas, todo parece ser capaz de deshacerse en el aire. Breadcrumbing, orbiting y, por fin, ghosting. Estos tres anglicismos ejemplifican tendencias cada vez más crecientes en el microcosmo de las relaciones personales. El primero, clasifica la desafortunada situación en la que uno desaparece y reaparece en su vida, dando señales mínimas de interés en largos intervalos de tiempo, para mantener interesada a la otra persona, pero jamás llegando a un encuentro entre las dos.
El segundo, que puede o no ocurrir después del breadcrumbing, es cuando el objeto de su interés corta las comunicaciones, pero sigue dándole “me gusta” en sus publicaciones en Instagram, viendo sus historias. O sea, la persona se mantiene en su órbita, lo suficientemente cerca para observarle, pero demasiado lejos para que se empiece una interacción. Se pretende mantener cierto contacto y vínculo por si, en algún momento, hay un cambio de opinión y apetece retomar la relación.
Para rematar, el ghosting, en una traducción de la palabra inglesa, ghost, que significa fantasma, expresa la situación en la que alguien simplemente rompe toda clase de comunicación con la persona, sin ningún tipo de advertencia o razón explícita. Los que lo hacen, generalmente tienen una de dos razones: no quieren pasar por lo inconfortable que es cortar con alguien o tienen miedo a la intimidad emocional que resultaría al seguir avanzando con la relación.
El hecho es que las
innumerables posibilidades que se nos presentan en tiempos de interacciones
online, sumadas a la facilidad de desaparecer por detrás de una pantalla, nos
deja tontos entre migajas de pan, planetas orbitantes y apariciones. El campo
de estudio del neuromarketing llama a este fenómeno “la paradoja de la
opción”. Análogo al fenómeno que le pasa a los europeos cuando visitan un supermercado
estadounidense, ante la presentación de más de tres opciones cuando hay que
elegir algo, hace que crezca otra alternativa: la de que nos quedemos tan
confundidos que decidamos no decidir.
Tinder. Hinge. Bubble. Las multitudes de
opciones, aliadas al fenómeno FOMO (Fear Of Missing Out) de no estar
viviendo nuestras mejores vidas cuando vemos la versión curada de la realidad
de amigos y conocidos en las redes sociales, nos ha convertido a nosotros
mismos en paradojas ambulantes: estamos sedientos de conexión, pero, a la
primera señal de dificultad, como consumidores exigentes de la mercantilización
de las relaciones, tiramos la toalla. Las imágenes de parejas perfectas y siempre
felices en nuestras pantallas nos hacen creer que la pareja perfecta, con quien
todo funciona sin el mínimo esfuerzo, está solo a un toque de distancia. En la
modernidad líquida, no hay espacio ni tiempo para amores rotos.
La serie producida para la televisión
pública catalana, Citas, trata
exactamente esto: encuentros entre gente imperfecta que busca conexiones
perfectas y de cómo esta búsqueda les hace mirarse al espejo con sus
fragilidades. En ella, conocemos a una mujer con sobrepeso que tiene problemas
de autoimagen en una cita con un hombre que quiere superar su divorcio a toda
costa. En el centro de Barcelona, también se nos presenta a una joven que se
descubre como lesbiana, en una discoteca llena un sábado por la noche, mientras
su novio la espera en la estación de tren a la mañana siguiente. Ya en el otro
lado de la ciudad de Gaudí, una madre de familia le esconde a todos, menos al
tipo con quien tiene sexo casual, un secreto que va a cambiar la realidad de
todos a su alrededor.
Estas tramas con desenlaces tan variados y
sus historias entretejidas nos suenan a todos. Pero, en tiempos pandémicos la
idea de una discoteca enteramente ocupada nos parece una mezcla de utopía con
película de horror. Hace casi un año, conforme se cerraban las puertas de
nuestros pisos para el mundo, la palanca del confinamiento abrió ventanas para
nuestros universos interiores. Nos vimos en medio de una limpieza general
forzada que, a menudo, nos obligó a muchos a confrontar nuestros miedos e
inseguridades. En ello, algunos de nosotros tal vez hayamos sido invadidos por
otros sentimientos. Las palabras “y...” y “si...”, son relativamente inofensivas, pero
juntas y con un punto de interrogación pueden resonar en nuestras mentes de
manera devastadora. Nos cuentan historias de oportunidades perdidas, de amores
rotos para los que todavía no estábamos listos.
Quizás tengan razón los que dicen que el
silencio es de oro: para los dispuestos a reflexionar, la quietud de las calles
vacías puede traer una revelación inesperada en los tiempos de la mentalidad de
las relaciones prêt-à-porter: los pares perfectos no existen. Nunca
existieron. Todos los amores están rotos por definición. La verdadera magia
está en, entre millones de opciones, elegir deliberadamente a una persona. Es
revolucionario hacer esfuerzos para crear algo durable y único, cuando la
lógica de la obsolescencia programada es la norma en todas las esferas de la
vida de la gente. Es valiente sentir los dolores de crecimiento y las delicias
de cada paso en una danza en la que la fragilidad es fuerza y no se puede bailar
solo.
En otra obra cinematográfica española, Vivir dos veces, un profesor de matemáticas jubilado espera cincuenta años, hasta que empieza a perder su memoria, para irse en busca de alguien a quien jamás pudo olvidar. Miro las luces de la ciudad desde mi balcón, mientras oigo la canción que señala el fin de la película. Apago la televisión. Un temblor pasa por mi cuerpo mientras presiono el botón de “enviar”. Como en las películas de Almodóvar, no sé qué me espera. Lo único de lo que estoy segura es de que no voy a esperar ni un minuto más.
¿Y tú?
Teresa Bernard
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