¿Qué nos hace ser quienes somos? Además de nuestras
educaciones, hay cosas que parecen ser únicamente nuestras, como los ojos
almendrados, una predilección fortísima por el zumo de fresas, una pasión
misteriosa por la fotografía o un temperamento enérgico como el que tiene
nuestro padre.
Según la epigenética, lo que heredamos es mucho más
complejo e incluye traumas y predisposiciones de personas que nunca hemos
podido conocer. Esta área de la ciencia defiende que los cambios genéticos
asociados a traumas pueden ser transmitidos entre generaciones. Un estudio
reciente del equipo de investigadores del Hospital Monte Sinaí, en Nueva York,
ha presentado conclusiones sorprendentes. Después de haber comparado la
composición genética de un grupo de treinta y dos hombres y mujeres judíos con
las de sus hijos, el grupo concluyó que los descendientes de familias que
fueron víctimas directas del holocausto son más propensos a sufrir desórdenes
vinculados al estrés.
La curiosidad de saber qué historias lleva mi sangre me condujo, recientemente, a hacer un test de ancestralidad. Con una pequeña muestra de saliva, el análisis me contaría cinco siglos de amores, cambios, decisiones y traumas o, desde una mirada puramente científica, de qué partes del mundo vinieron mis ancestros en las últimas cinco generaciones. Cuando llegó el resultado estaba muy ilusionada, veía en él una manera de conectarme y reconocer a los que vinieron antes de mí. Además de los resultados ya esperados, siempre he sabido que tengo una parte italiana y otra española, pero mis resultados trajeron una sorpresa. ¡Tengo también una parte judía!
El hecho es que, en el pasado de mi familia hubo personas que celebraban el sabbat y pertenecían a uno de los pueblos más antiguos y perseguidos de la Historia. Mientras leía los resultados, una sonrisa nacía en mi rostro. Por casualidad o no, como los ancestros a los que jamás pude conocer, conozco todas las celebraciones del calendario judío. Mi relación más reciente ha sido con un hombre que, como se suele decir, “forma parte de la tribu”. Así que a lo largo de dos años celebré sus fiestas y me enamoré de la cultura judía, con su aprecio y respeto por la Historia, su énfasis en la familia, la comida y, sobre todo, su creencia de que hay que cuestionarlo todo. Sin saberlo, estaba participando en celebraciones que formaban parte de mi propia historia.
La misma semana que reflexionaba sobre mi herencia
recién descubierta, leí consternada la noticia de que se había producido un
ataque terrorista en una sinagoga en Viena. No pude dejar de pensar en cómo nos
ha enseñado la Historia y cómo los tiempos de crisis económica y extremismo
político son de especial peligro para las minorías. Tiempos como estos en los que
vivimos, en los que se hace necesario resistir para seguir existiendo.
La filósofa francesa Simone de Beauvoir escribió
cierta vez que bastaba una crisis política, económica y religiosa para que los
derechos de las mujeres fueran cuestionados. Como mujer que hace poco ha
descubierto el hecho de que forma parte de otra minoría, creo que, más que nunca,
hay que pronunciarse, debatir y resistir a la lógica genocida, no solo de los
terroristas sino también de la extrema derecha que nada tiene de inofensiva.
Y para los que intentan, de cualquier manera,
justificar pensamientos y acciones machistas, racistas o antisemitas,
permítanme dejarles
con una inflexión de género sobre las palabras escritas por el dramaturgo
inglés William Shakespeare, en su obra El
mercader de Venecia:
“¿Y cuál
es su motivo? Que soy judía. ¿La judía no tiene ojos? ¿La judía no tiene manos,
órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentada con la
misma comida y herida por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades
y curada por los mismos medios, no tiene calor en verano y frío en invierno,
como el cristiano? ¿Si lo pican, no sangra?...”
Teresa Bernard
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