Esta es una de las entrevistas que nos dejó el profesor Óscar Domínguez en su paso por el
C2 al impartir el taller sobre periodismo. ¡GRACIAS POR ESTA JOYA...!
Físicamente, su cualidad más distintiva es la rareza. Porque Julio Cortázar
posee un cuerpo filiforme, interminable, provisto de accidentados saledizos:
esos brazos que revolotean en su camino tronco abajo; esas piernas, dignas de
un arácnido, que nunca acaban de plegarse de tan largas. Los tobillos también
tienen su enjundia, porque se empeñan en destacar, impúdicos, picudos,
lamentables, por debajo de un pantalón definitivamente corto. Cruza Cortázar el
restaurante en donde hemos quedado con un desencuaderne acompasado, que debe
ser lo que su cuerpo entiende por andar, y se desploma a cámara lenta en una
silla rinconera, con el muro cubriendo sus espaldas. Al sentarse, dobla las
piernas con la misma parsimonia con que se iza un puente levadizo, y las
rodillas suben, suben, hasta hacerse omnipresentes. Una vez conquistado el asiento,
Cortázar rebulle un instante, afinando su acomodo. Después abre sus ojos
verdes, pestañea, sonríe complacido y ruge un poco.
—Ayer le vi en el cóctel que dio su editorial...
—¿Sí?
—La habitación estaba llena de gente ansiosa de conocerle: sesenta personas
con sesenta ideas preconcebidas de usted, con sesenta imágenes de Cortázar
distintas. Parecían leones esperando a un cristiano... Usted, que tiene
apariencia y fama de tímido, ¿no se angustia con estas cosas?
—Pues no, mira: no es una paradoja ni una coquetería; lo que sucede es que
me pongo en el lugar de muchos de los que se acercan y... Muchos de ellos son
más tímidos que yo, y se acercan con una gran angustia. Hay personas que me han
visto fugazmente, incluso, en otro lugar, y dudan de que yo les reconozca, no
se atreven a decir nada; en el fondo, creo que sufren más que yo; de modo que
la partida está pareja.
Cortázar tiene un ritmo vital ralentizado. Gesticula mucho, finge voces
distintas, asoma el morro entre las barbas en imitaciones bufonescas, prolonga
las vocales. Pero todo lo hace de forma tan pausada que sus ademanes adquieren
teatralidad, una prosopopeya propia de narrador medieval en plaza pública, las
dimensiones fabulosas del cuentero. Incluso su figura parece sacada de un
cuento para niños: su rareza resulta familiar, y, a poco que te fijes, le
recuerdas, le reconoces como el ogro de las leyendas infantiles; un ogro, eso
sí, sensible y bondadoso, ajeno a cualquier tipo de perfidias. Y, como para
corroborar esa tendencia a la ogrería, el escritor sufre un frenillo peculiar,
el célebre frenillo cortaziano, que le hace raspar las erres en soterrada
gárgara con una especie de pacífico, amistoso rugidillo.
—Empecemos por un tema casi tópico en usted: la dualidad entre el político
y el escritor, la dificultad que se evidencia en algunas de sus obras en unir
lo literario con la finalidad política.
—Sí, sí; yo sé que la dificultad está en eso, en esa tentativa de lo que yo
llamo convergencia entre el discurso político y el discurso literario, dándole
a la palabra discurso valoración de escritura. Desde luego, es difícil, porque
el discurso político es el lenguaje destinado a la comunicación, es la prosa en
su acepción más prosaica, mientras que la literatura es la utilización estética
del lenguaje. Acercar esas dos vertientes y tratar de armonizarlas es un
problema que no sólo me preocupa a mí, sino que está preocupando a muchísimos
escritores, sobre todo, a los latinoamericanos.
—Pero quizá en usted se note más, parecería casi una obsesión. Quizá se
salga de lo puramente literario y arranque de su propia historia. Usted empezó
escribiendo una literatura muy estetizante. En su primer libro, publicado bajo
el seudónimo de Julio Denis, decía usted cosas como "Hoy el horizonte
tenía un color mallarmé". Quizá el conflicto sea mayor en usted que en
otros escritores que no hayan practicado nunca una literatura tan
hiperindividualista.
—Sí, eso es cierto; pero esa etapa superestetizante la liquidé muy pronto,
y cuando empecé a escribir cuentos eso se nota cada vez menos. El problema
fundamental es que para mí lo fantástico es un elemento de elección, lo ha sido
desde mi infancia, es mi coto de caza. Y lo fantástico exige un lenguaje en
donde los elementos no estetizantes, pero sí estéticos, estén utilizados a su
máxima potencia, porque tienes que extrañar, desconcertar, descolocar al
lector. Por eso el proceso de unión es penoso y difícil. Si eres un animal
literario como yo lo soy, por vocación y por naturaleza, es relativamente fácil
entregarse a la escritura, y las dificultades están en ir subiendo, digamos,
por el camino de la perfección literaria. Pero si descubres un día, de golpe,
que tienes una responsabilidad extra-literaria, pero que la tienes, sobre todo,
porque eres escritor, ahí empieza el drama. Porque, ¿cuál es la razón de que un
artículo político mío sea muy comentado, muy reproducido, muy leído? No es
porque yo tenga el menor talento político, que no lo tengo, sino porque, tras
muchos años de escribir sólo literatura, tú lo sabes muy bien, tengo una gran
cantidad de lectores. Entonces, mi responsabilidad como argentino y como
latinoamericano frente a los problemas pavorosos que tienen nuestros países es
aprovechar ese acceso a miles de personas. Yo sé que hay pérdidas, lo sé muy
bien; sé que si me dedicara sólo a literatura ese libro con el que estoy
soñando quizá estuviera terminado ya. Pero como tengo la intención firme de
escribirlo, no todo está perdido.
—No quisiera parecer impertinente, pero creo notar en su respuesta una
especie de deseo de justificación, de autoconvencimiento.
—Pero, claro, claro que tengo que convencerme y justificarme a mí mismo.
Porque yo tengo todo lo que creo que caracteriza a un ser humano más o menos
común, es decir, tengo debilidades, renuncias, caídas y cobardías. Tengo ese
deseo de volver a mi casa literaria y decirles a los demás compañeros: bueno,
ese trabajo de tipo ideológico o práctico háganlo ustedes, que es, en
definitiva, lo que saben hacer, y déjeme a mí en paz con mi literatura. Y estoy
todo el tiempo luchando contra esos sentimientos.
—Esto suena un poco a masoquismo judeo-cristiano. Quiero decir, que como
escribir le parece demasiado fácil, supone que debe ser algo malo.
—Escribir no es nada fácil.
—Pero le resulta más placentero que hacer política.
—Sin duda; sí, me complace más, me halaga más, es más hermoso, porque no se
trata de un deber.
—A eso me refiero. Quizá por ese culposo sentimiento de responsabilidad que
vivimos en nuestra cultura usted siente que lo placentero ha de ser más
pecaminoso, y que lo otro, la dedicación política, ha de ser mejor, puesto que
es más dura.
—No, no; esas son reflexiones como calvinistas, luteranas o algo por el
estilo, tocan ya el dominio de lo moral. No, mira: yo trato de analizarme y
autocriticarme de la manera más lúcida en ese terreno, porque es un terreno muy
peligroso, en el que montones de gentes se fabrican buenas conciencias con
excesiva facilidad. Y lo que sucede es que yo no podría escribir una novela
ahora sí, mientras lo estoy haciendo, abro el periódico y me encuentro con que
está sucediendo una cosa en Chile, en Uruguay o en Argentina; una injusticia
entre la cual yo puedo tener una intervención de alguna eficacia, aunque sea
una eficacia mínima, porque no me hago ilusiones respecto a los poderes de la
literatura y la palabra. Pero ¿tú sabes lo que significa para mí el hecho de
que, después de una ofensiva de telegramas, cartas, artículos, presiones
sindicales, de todo, se consiga que sea puesto en libertad un individuo que iba
a ser ejecutado o que estaba siendo torturado? Esto justifica una vida. Si yo
sigo, y seguiré, en este terreno es un poco por la recompensa de tipo humano.
Porque, bueno, después puedo escribir un cuento sin sentirme tan desdichado,
sin sentirme con tan mala conciencia.
—Quizá esa mala conciencia aumente proporcionalmente respecto al éxito como
escritor. Quiero decir, que usted me parece un hombre de moral estricta, casi
diría escrupulosa, y quizá se sienta sobrepasado por su enorme éxito, por su
consagración como escritor.
—Te voy a hablar muy claramente: me molestan las sacralizaciones tipo Elvis
Presley o Marilyn Monroe, porque creo que son absurdas en el campo de la
literatura; creo que ahí entra en juego un fanatismo que no tiene nada que ver
con lo literario. Pero, dicho eso, por otro lado no tengo ninguna falsa
modestia. Yo sé muy bien que lo que llevo escrito se merece el prestigio que
tiene, y no tengo ningún inconveniente en decirlo. Y puedo añadir algo que
pondrá verde a mucha gente, porque lo considerarán de un narcisismo y un
egotismo monstruoso: lo cierto es que, haciendo el balance de la literatura de
la lengua española, y considerando el total de los cuentos que he escrito, que
son muchos, más de setenta, pues, bueno, yo estoy seguro de que, en conjunto,
cuantitativamente, he escrito los mejores cuentos que jamás se han escrito en
lengua española. Ahora imagínate la cara que va a poner la gente si publicas
eso...
—Y lo voy a publicar, claro.
—Me importa un bledo, porque es verdad, y porque además agrego a eso lo
siguiente, y también lo vas a publicar, porque si no me enojo contigo: que,
cualitativamente, conozco cuentos individuales que, en mi opinión, son mejores
que cualquiera de los míos. O sea, que eso de la sacralización y la fama,
cuando consiste sólo en las tonterías y los oropeles, me disgustan; pero tengo,
sin embargo, una conciencia muy clara de lo que he hecho y sé muy bien lo que
significó; en el panorama de la literatura latinoamericana, la aparición de
Rayuela. Yo sería un imbécil o tendría una falsa modestia repugnante si no
dijese esto.
Transcritas, sus respuestas parecen más agresivas de lo que en realidad
son. Porque Cortázar muestra cierta tendencia al refunfuñe; pero es el suyo un
malhumor afable, juguetón, como utilizado a propósito para no desmerecer en el
catálogo de ogros. Protesta constantemente por la duración de la entrevista;
devora con fruición escalopines; se apoya de tanto en tanto, con la mirada, en
la presencia de Carol, su compañera —rubia, inteligente, joven—, que está
sentada frente a él; habla, gruñe, sonríe, gargariza sus erres atrancadas,
intenta parecer terrible y ofrece, sin embargo, una imagen de ingenuidad
indescriptible.
—Usted se exilió a Francia hace muchos años. Dejó su país, quemó las naves,
se marchó sin un duro a París. ¿Por qué?
—Yo me fui de la Argentina no tanto por el hecho de que hubiera cosas que
me molestaban de Argentina, que las había, sino porque Francia representaba
para mí, en esos momentos, un polo de atracción enorme. Yo tenía ya más de
treinta años, y había agotado, en la medida de mis posibilidades, el panorama
que me podía ofrecer la cultura nacional que me rodeaba. Siendo completamente
apolítico, como lo era en aquella época, no tenía ningún contacto histórico con
la realidad de Argentina, sino un contacto estético. Y tenía el convencimiento
de que Francia no me iba a empobrecer como argentino, sino al contrario, que me
iba a dar una nueva órbita, nuevos aires. Y creo, sin jactancia, que eso es lo
que sucedió, o sea, que yo creo que me volví todavía más argentino estando en
París, porque allí descubrí algo que los argentinos, en general, no saben, y
fue el hecho de ser latinoamericano.
—Dice usted que había cosas que le molestaban de Argentina cuando se fue...
—Sí. En aquel entonces, y aun sin tener una participación política, el
movimiento peronista me molestó profundamente. Yo me sentía muy antagonista
hacia él, por razones estéticas. En este sentido, he hecho una autocrítica
cruel de mí mismo, y no tengo ningún inconveniente en volver a repetirla. Yo
era un joven pequeño burgués europeizante, a quien le molestó profundamente esa
ola del peronismo de la época, que consideraba de una profunda vulgaridad —y
dice profunda con tal énfasis que se adivina la hondura de su pasada
repugnancia— y qué invadió Buenos Aires cuando la gente del interior, llamada
por el levantamiento de masas que hizo Perón, se volcó en la ciudad. Porque
aparecieron los que nosotros llamábamos cabecitas negras, es decir, toda la
gente de piel oscura. Hay un cuento mío, incluso, de aquella época, que como
cuento me gusta mucho, en donde hago una descripción muy peyorativa de la gente
del campo, cosa que jamás haría hoy, porque he aprendido a conocerles y a estar
cerca de ellos en su drama actual. De modo que, si a estas razones de
hostilidad que te cuento unes el deseo de ir a Europa por lo que ella podía
ofrecerme, comprenderás que el irse fue muy fácil: fue simplemente vender lo
que tenía, que era muy poco, y saltar al barco.
—Lo curioso es que de ese salto, provocado en parte por hostilidad a los
cabecitas negras, fue pasando, poco a poco, a posiciones ideológicas
contrarias.
—No fue tan poco a poco. Yo te diría, aunque parezca una cosa literaria y
un poco narcisista, que, a mi manera, a mi pobrecita manera, tuve mi camino de
Damasco. No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese camino, creo que Saulo se
cayó del caballo y se convirtió en Pablo, ¿no? Bueno, yo también me caí del
caballo y eso sucedió con la revolución cubana.
—Cuando usted fue a Cuba en 1961.
—Exacto. Yo había seguido a través de los periódicos la lucha cubana, desde
1959, a través de los periódicos, y había algo ahí que me parecía diferente.
Después de ocho o nueve años de vida en París, evidentemente, yo había ido
madurando sin darme cuenta de ello, porque el melocotón no sabe que madura, y
el hombre, tampoco. Y, de golpe, se produce la revolución cubana, y a mí me
atrajo, y busqué la mañera de ir, de conseguir entrar, que no era fácil, y, de
golpe, eso fue: ahí me caí del caballo. Porque, por ejemplo, las
manifestaciones peronistas en Buenos Aires me producían espanto; yo me
encerraba en casa y escuchaba una sonata de Mozart mientras afuera gritaban:
"¡Perón, Perón, Evita, Evita!". Bueno, pues de golpe, en La Habana,
asistí a una inmensa manifestación —y cuando dice inmensa está claro que quiere
decir inmensa—, donde Fidel hacía un discurso, y allí me sentí profundamente
feliz, en aquella especie de comunión. Y me dije: hombre, lo de Buenos Aires me
causaba espanto, esa congregación de gentes del pueblo, y aquí me siento identificado.
A partir de ahí, la autocrítica continuó de forma encarnizada.
Enciende deleitosamente el postre de su puro y hace su broma número 117
sobre la excesiva duración de la entrevista.
—Otro tema tópico con respecto a usted es su aspecto físico; tiene usted 66
años, y, sin embargo, parece poseedor de la eterna juventud, como si hubiese
hecho un pacto con lo fantástico, ese terreno que usted conoce tan bien.
—Te digo una cosa francamente: esta me parece una pregunta que está muy por
debajo de la calidad de las demás.
—No es una pregunta, es una introducción —disimulo, reculando ante su
arrebato ogril, que suena por vez primera verdaderamente enrabietado—. No se
trata sólo de su aspecto, sino también de esa especie de ingenuidad vital que
parece usted tener. Me han dicho que es fácil verle pasear por París, a su
edad, cogido de la mano de su mujer, como un novio adolescente. No es un gesto
normal.
—¿Crees que es anormal?
—Me refiero a que no está dentro de la norma, es decir, que no es común,
por desgracia. Pienso que los hombres y, sobre todo, en culturas muy machistas,
como la rioplatense, de la que usted procede, están educados en la represión de
sus emociones.
—Sí, sí, tienes razón, y comprendo que te parezca extraordinario; a mí no
me lo parece en absoluto, sino que me parece consecuente con una actitud anti
machista que creo que se nota en la segunda mitad de lo que he escrito, porque
en la primera fui bastante machista.
—Eso iba a preguntarle. Porque, por ejemplo, en Rayuela...
—Sí, sí; yo tenía todas las adherencias argentinas, que son inconscientes,
como todo este tipo de adherencias: uno es machista sin saber que lo es. En
Rayuela yo califiqué a los lectores pasivos de lectores hembras, lo cual me ha
valido una lluvia de palos en mis últimos viajes por América Latina. Hace mucho
que dejé de pensar así, pero en aquella época caí en la trampa, como siguen
cayendo hoy tantos machistas. Ahora que las mujeres hablan de liberarse, yo,
personalmente, creo que, en mi plano, estoy quizá también liberado.
—Yo no me atrevería a decir de mí misma que estoy liberada.
—Bueno, no, yo tampoco; además, Carol me llama machista cada dos días, muy
amablemente, cuando me pesca gestos y reacciones... Pero creo que, en lo
fundamental, sí he cambiado.
—Es curioso: en su obra, la mujer es un objeto que usted rodea de ternura y
admiración, pero que no tiene entidad propia, es sólo un punto de referencia.
Ahora, en cambio, ha escrito un cuento protagonizado por una mujer, en Queremos
tanto a Glenda, su último libro.
—Sí, yo creo que ahora soy menos tierno con la mujer, pero más justo. Ese
cuento al que te refieres está escrito deliberadamente así. Y escribir como
mujer es muy difícil.
—Quizá me equivoque, pero yo he observado que, cuanto más objetualiza un hombre
a la mujer, más dependencia tiene de ella, mayor incapacidad de vivir solo.
Usted ha sido siempre un hombre acompañado, ha pasado de una pareja a otra sin
vacíos... ¿No le sucederá algo de esto?
—Yo pienso que sí, porque antes de irme a Europa, en Argentina, yo vivía
solo, muy solo, pero me sentía muy lejos de ser feliz. Aunque yo no atribuía
esta infelicidad a la soledad, sino a otros motivos. Pero cuando llegué a
París, al principio, la soledad era muy dura, muy pesada. Y allí comprendí que
la soledad no era natural para mí, y entonces la relación de pareja se hizo
casi necesariamente. Pero nunca me planifiqué la vida en ese sentido, ya sabes,
lo del jovencito que tiene ya trazado su plan de vida: a los veintidós años me
caso; a los veintitrés; el primer niño; luego, la carrera en el banco, y todo
lo demás. No; eso me produce un espanto incalculable.
—Dice usted que no planifica el futuro, pero quizá intente, de una manera
vaga, escaparse de un futuro desagradable. Por ejemplo, usted quizá procura poner
los medios para no vivir una vejez en solitario.
—Mira: hace veinte años yo podría haberme planteado el problema del futuro
en términos amenazantes, y nunca lo hice. Me instalé resueltamente en el
presente, porque me parece que éste es tan rico, tan inagotable, que ponerse a
pensar en el futuro es una especie de masturbación mental. Y si en esa época no
me preocupé, imagínate ahora, cuando mi futuro está muy limitado, muy
disminuido, porque yo ya soy un viejo... ¿Qué sentido tiene el futuro para mí?
Bueno, eso de viejo es una coquetería, porque yo me siento extremadamente joven
y con la intención de vivir lo más posible, siempre instalado en el presente.
Porque el futuro sólo lo veo a un nivel político, es decir, pienso en el futuro
de América Latina, y ahí me incluyo como ideal, como deseo.
Sólo el sentido del humor, cauto y socarrón, tamiza su aparente inocencia,
ese optimismo crédulo, quizá un poco iluminado, de humanista atormentado en pos
de una salvación de la que duda. "Ese futuro como ideal político", le
comento, "viene posiblemente de la necesidad de trascendencia: unos se
escapan de la idea de la muerte proyectándose en la literatura; otros, en un
colectivo revolucionario..."
—En todo caso, hay una cosa que no me preocupa en el futuro, y es la noción
de la supervivencia literaria, el prestigio, la fama, lo que yo seré dentro de
veinte años... Con la aceleración histórica que estamos viviendo, ninguno de
nosotros será nada dentro de veinte años. Además, ¿se hablará entonces de
literatura, con el avance vertiginoso de los medios audiovisuales, con las
nuevas técnicas? Yo me pregunto cuál será el destino del libro; dudo que sea
algo más que un inmenso archivo de microfilmes para los historiadores... Y anda
tú a leer Rayuela en microfilme. ¿A quién le va a importar?
Y sonríe, cansado, descomunal, con su cara de ogro plácido y decente.
Es maravilloso leer una entrevista tan llena de detalles y que nos da la oportunidad de conocer un poquito más de uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Gracias profesor Óscar Domínguez por este regalo.
ResponderEliminarGracias Profesor Óscar Domínguez por esta entrevista preciosa.
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