22/04/2016
SÉRGIO RODRIGUES
Sancho Panza y don Quijote, según
Picasso
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Advertencia:
el aliento de este artículo es poco compatible con la brevedad de internet. Fue
escrito para la edición de papel de la revista Veja, que ahora está en los kioscos,
como parte del material especial acerca de los 400 años de la muerte de
Cervantes- completados hoy (22 de abril de 2016) – y de Shakespeare, que
compartió las páginas con un texto igualmente extenso sobre el bardo firmado por
Jerônimo Teixeira. Como se dice en
España: ¡Vale!
*
La imagen es más vieja y sabia que todos nosotros:
el caballero espigado en su caballo flaco, al lado del escudero gordito montado
en un burro, sobre un paisaje árido donde se ven, muy a lo lejos, molinos de
viento. Fue actualizada en los últimos cuatro siglos por muchos pintores e
ilustradores, desde los más renombrados hasta la chusma, y ya ocupa un lugar de
honor en la galería de clichés culturales a la que prácticamente todos los
seres humanos –letrados y no letrados– tienen acceso.
Si esta galería no se destaca por la cantidad de obras, el buen
gusto asimismo tampoco es su punto fuerte: en los tenderos de una feria hippie,
la apropiación pop de la alta cultura suele mostrar el cartel del dúo al lado
de aquel en el que el mendigo que lleva un bombín se fija en la cámara, con una
mirada suplicante. La asociación puede ser cursi, pero no es gratuita: con su
mezcla conmovedora de nobleza y ridículo, el personaje cinematográfico del vago
creado por Charles Chaplin a principios del siglo XX es uno de los incontables
hijos del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
La prole de este señor es tan vasta como el mundo que se puede ver
desde aquí. Un juicio crítico unánime en nuestro tiempo, casi un lugar común,
sostiene que la obra burlesca que tuvo éxito inmediato al ser publicada por el
ex soldado español, Miguel de Cervantes, en dos volúmenes, en 1605 y 1615, es
la primera novela moderna – o incluso, según los más entusiastas, la novela que
contiene en sí todas las novelas escritas desde entonces. El crítico Miguel de
Unamuno, paisano de Cervantes, lo llamó la “Biblia española”. El estadounidense
Harold Bloom situó a su autor al lado de William Shakespeare, en el núcleo duro
de los “escritores occidentales centrales”, añadiendo que “nadie, desde
entonces, los había igualado, ni Tolstoi, ni Goethe, Dickens, Proust o Joyce”.
Comprender lo que el Quijote significó para la Literatura es más fácil
que darse cuenta de que, tras todo eso, solo falta decir algo sobre su milagro:
por qué el personaje concebido por un hombre que dedicó la mejor parte de su
vida a la espada y no a la pluma – y que, como el inglés con quien compartió la
genialidad y el momento histórico, estaba lejos de ser uno de los grandes
eruditos de su tiempo -dejó atrás de forma tan decidida la provincia de las
Letras y montó campamento en la imaginación colectiva de la especie. ¿Cómo
darse cuenta del ingenio del ingenioso hidalgo?
En una lectura superficial,
don Quijote es solo la narrativa de las aventuras tragicómicas de un
cincuentón, ni pobre ni rico, llamado Alonso Quijano, hidalgo de baja
condición. El juicio de Quijano, advierte el narrador tan pronto como sale, se
averió por la lectura de los libros de caballerías que habían sido tan
populares a finales de la Edad Media, con sus héroes inverosímiles que
dedicaban su vida a corregir las injusticias del mundo – una versión de época
de los superhéroes contemporáneos.
Como Bruce Wayne al
convertirse en Batman en su cueva, el alucinado Alonso Quijano se vuelve don
Quijote por la fuerza de la imaginación y de algunos atrezos improvisados.
Acompañado de un escudero realista, se marcha con el fin de realizar
incursiones por la región de la Mancha, en el corazón de España, en busca de
oportunidades para realizar su destino heroico e impresionar a su amada
Dulcinea del Toboso, que no es más real que el resto.
El hombre
embrolla todo: cree que los molinos de viento son pícaros gigantes disfrazados,
toma a prostitutas por nobles doncellas y a frailes vestidos de negro por
hechiceros diabólicos. El paisaje prosaico, mundano y pétreo de la España de
principios del siglo XVII se transfigura ante sus ojos delirantes. Sancho
Panza, el escudero que piensa apenas en comer y beber, mientras sueña con el
gobierno de la isla que su amo le prometió como recompensa por sus servicios,
es leal, empero escéptico. Con los pies en el suelo, ayuda al lector a reírse
de lo vesánico. ¿Cómo no reírse? Sin embargo...
La historia pronto se complica –y se vuelve
revolucionaria– en contenido y forma. En el primer caso, los personajes
principales, al principio encarnaciones llanas de la dualidad entre lo ideal y
lo real, transcendencia y pragmatismo, poesía y prosa, no tardan en ganar
contornos y sombras extremadamente humanas. En un dado momento, ya no parece
tan loco el imaginar que el “loco” de don Quijote sabe muy bien lo que hace,
usando la falta de juicio como coartada para la afirmación de un radical libre
albedrío que no se doblega ante el Imperio, la Iglesia o ante cualquier poder.
Y Sancho, al principio vocero con un sentido común
campesino, se vuelve cada vez más sabio y complejo bajo la influencia de su
amo. En el segundo tomo, cuando la duquesa quiere obligarlo a reconocer la
locura del caballero a quien sirve, hace a la vez una enternecedora declaración
de amor al uso. Y en el capítulo final, aquel en el que Alonso Quijano,
derrotado y renegando de su condición de don Quijote, se recoge para morir, el
escudero trata de convencerlo de reanudar la fantasía con un tono severo. “Cale-se,
por Deus, volte a si e deixe de histórias”. (Traducción de Ernani Ssó para la
edición de Penguin-Companhia).
Pero, ¿Alonso Quijano debe volver a sí o volver
hacia fuera de sí? ¿Debe dejarse de historias o, por el contrario, sumergirse
en ellas? La humanidad contradictoria de los dos amigos –como la de los
personajes secundarios, incluso los más incidentales, casi todos dotados de voz
propia por un narrador que modernamente se abstiene de hacer juicios moralistas
y abraza las ambigüedades– se consolida a medida que el enredo se hace más
denso, incluso en el plano formal.
Con el Quijote,
la Literatura descubrió que podía hacer de la consciencia de ser Literatura, un
tema literario. Habiendo nacido de una respuesta a los libros, es decir, de las
novelas de caballerías a las que satiriza y rinde homenaje, la obra de
Cervantes sigue adelante entre pliegues metalingüísticos e historias dentro de
historias. El bastón del narrador es asumido, en parte, por un tal Cide Hamete
Benengeli, historiador que se presenta como traductor –del árabe al español– y
comentarista de aquellas aventuras. Otros, asimismo, toman la palabra para
contar sus propias peripecias, en un juego que llega al refinamiento de
incluir, en el segundo tomo, a personajes que leyeron el primero – por no
hablar de la crítica a la “continuación” apócrifa y mediocre publicada, en 1614,
bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda y que irritó profundamente
a Cervantes.
¿Qué podría ser más moderno –e incluso posmoderno–
que emborronar las fronteras entre el Arte y la vida, con el fin de llevar al
lector a preguntarse cuánto habrá de ficticio en lo real? ¿O de realidad en la
ficción? Fenómeno editorial en Europa, por su divertido valor de entrada, con traducciones al inglés, francés e italiano
en un intervalo de pocos años, la obra de Cervantes se sometió a un período de
incubación en el que la obra era vista como mero entretenimiento. No obstante,
no tardaría mucho en obtener una profusión de lecturas consistentes, con su
profundidad y riqueza.
El siglo XX vio el apogeo de esta tendencia. Experto
en girar la lógica literaria del revés, Franz Kafka imaginó a Sancho Panza como
un verdadero héroe y a don Quijote como su demonio obsesivo. Vladimir Nabokov
se declaró impresionado con el compendio de maldades abarcado en los dos tomos.
En su ensayo Una novela para el siglo XXI,
Mario Vargas Llosa afirma que la noción de libertad presente en el libro “es la
misma que, a partir del XVIII, tendrán en Europa los llamados liberales” – y aún que “el fundamento de la libertad es la propiedad
privada”. Salman Rushdie leyó allí la prueba de que “una obra literaria no
tiene que ser apenas cómica, trágica, romántica o histórico-política: si se
diseña de forma adecuada, puede ser muchas cosas al mismo tiempo”.
Jorge Luis Borges situó el Quijote en el centro de uno de sus cuentos más
sutiles, en el que un escritor llamado Pierre Menard concibe la tarea
absurda de escribir, una vez más, la obra de Cervantes –no reescribirla o
copiarla, sino escribirla de nuevo, idéntica, como si fuera la primera vez. Bloom,
para quien el Quijote “está en guerra
con el principio de realidad de Freud, que acepta la necesidad de la muerte”,
explica así la diversidad de lecturas de la que este párrafo es una pequeña
muestra. “Ninguna interpretación crítica de la obra maestra de Cervantes
coincide o, incluso, se asemeja a la de cualquier otro crítico. El Quijote es un espejo colocado no ante la naturaleza,
sino más bien ante el lector”. Se puede argumentar que la novela, como
género, no aspira a otra cosa.
A la polifonía crítica le corresponden una serie de
controversias biográficas. Para alguien que se hizo tan famoso en vida, lo que
sabemos acerca del autor del Quijote
y, asimismo, de las notables Novelas Ejemplares,
entre otras obras más pequeñas, es poco. Ni un mísero retrato escapa a la
contestación. ¿Sería aún un hidalgo, como su desdichado padre trató
repetidamente de convencer a la Justicia de que lo era? ¿Un nuevo cristiano? ¿Tuvo
educación formal? Desafortunadamente, Cervantes amaba la discreción y
Jean-Jacques Rousseau solo inventaría la autobiografía literaria más de un
siglo y medio después, como lamenta el francés Jean Canavaggio, uno de los
principales biógrafos del hombre “cuya intimidad se nos escapa de forma
irremediable”.
Solo en el siglo XVIII se descubrió la partida que
certificaba el nacimiento de Miguel de Cervantes en la ciudad universitaria de
Alcalá de Henares, a las afueras de Madrid –diversas localidades reivindicaban
la gloria hasta entonces. La fecha de nacimiento puede haber sido el 29 de
septiembre, día de San Miguel, aunque haya sido realizado el bautismo tan solo
el 09 de octubre. El año no se discute: 1547, en el auge del Imperio español,
la gran potencia de la época, y al principio del llamado Siglo de Oro, como
quedó conocido el apogeo de las Artes y Ciencias en ese país –que el propio Cervantes
acabaría por sintetizar. Su abuelo era abogado de la Inquisición, entidad de
gran poder en un momento histórico marcado por la Contrarreforma, así como por
la expulsión y conversión de los judíos y musulmanes (Cuando el cura y el
barbero deciden quemar los libros de caballerías de Alonso Quijano, es
imposible no pensar en un auto de fe del Santo Oficio).
Su padre era un humilde cirujano acosado por los acreedores.
El período de la infancia y adolescencia es un borrón. Tan solo vamos a
encontrarlo en el inicio de su juventud huyendo para Italia después de haber herido
a un rival en un duelo, hecho que, teniendo peso en la historia de un escritor
orgulloso de la influencia de la Literatura italiana, fue aún más relevante
para el hombre de acción.
Está colmada de trampas la actividad de seguir los
rastros de la vida de un escritor en su ficción, a la que se dedicaron generaciones
de biógrafos de Miguel de Cervantes, por ende el famoso discurso en el que don
Quijote defiende la superioridad de la espada sobre la pluma parece coincidir
con el autor. Luchó en 1571 en la gran batalla naval de Lepanto, en la que el
Imperio Otomano sufrió una dura derrota ante la llamada Liga Santa, reunida por
el Papa para recuperar el control de la isla de Chipre y defender el
Mediterráneo. Allí perdió la mano izquierda – o apenas sus movimientos, ni esto
es cierto – por un tiro de un arcabuz, de ahí procede el apodo de “El manco de
Lepanto”.
Sus infortunios estaban
apenas empezando. En 1575, en su viaje de regreso a España, fue capturado por piratas
y mantenido cautivo en Argel, experiencia que transfiguraría en el episodio del
Quijote en que un excautivo roba la escena para contar su
historia durante una cena en una venta –significativamente, tan pronto como el
ingenioso caballero acaba de enunciar su comparación entre las Armas y las
Letras. Cervantes solo fue liberado cinco años después, tras diversos intentos
fallidos de escaparse, mediante el pago de un rescate.
Al volver a la España del rey Felipe II, a quien
prestó sus servicios como soldado, se encuentra con un país que comienza a
decaer política y económicamente, lo que contribuye a que no llegue, ni tan siquiera
de cerca, a cosechar los laureles de su heroísmo. Se casa, adopta el segundo apellido
de Saavedra y procede a dividirse entre la Literatura –inicialmente sin éxito–
y el trabajo como recaudador de impuestos. Acusado de ineptitud o malversación,
una vez más es encarcelado.
Se supone que pudo haber sido en esta última
temporada, en la que estuvo en la cárcel, que Cervantes imaginó el plan de su Quijote, “concebido en una prisión”,
como afirma en el prólogo (1605). Cerca del fin de sus aventuras inmortales, el
hidalgo de cerebro blando que logró escapar de la mayor de todas las prisiones
–la del tiempo– profiere una de sus más famosas frases de cartel de feria
hippie, que no por esto es menos universal y escalofriante: “La libertad, Sancho, es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.
Traducido
por
Mei Santana
Un texto muy interesante sobre un tema que este blog ha tratado con maestría y siempre especial cariño. Gracias, Mei y enhorabuena por tu sección, siempre un lujazo leerte.
ResponderEliminarEn este rincón nos alimentamos de cultura. Alimentamos nuestra alma, la consciencia y nuestra autonomia intelectual. Les felicito por el blog.
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