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martes, 25 de diciembre de 2018

"Vicente" de Adenildo Lima (Cuento inédito)



Tenía en la mirada el silencio de quien prefiere una sonrisa a palabras sueltas, desprovistas de sentido o nexo. Sí, es probable que Vicente fuera una persona solitaria y, de ser así, prefiriera estar consigo mismo reflexionando o simplemente esperando que la vida siguiera con sus dilemas. Se sabe también que se ha vuelto aún más callado después de la muerte de su abuela. Y es comprensible, ya que toda la familia se había ido a vivir en la ciudad y solo los dos resistieron a abandonar la finca. Y con el fallecimiento de doña Ceci, la única persona allí, en aquel sitio, con la que él podía comunicarse, por lo general con pocas palabras, con una mirada, con una sonrisa, era o con María o con Ritita.

Y María demostraba un cierto cariño por él. Un buenos días, un buenas tardes, un hola eran frases que los conectaban a ambos. Vicente era un hombre que se despertaba con la salida del sol y solo regresaba del trabajo al atardecer; a veces en plena luz del lunar.

—Buenas noches, Vicente, ¿cómo te va?, preguntaba María Rita.

—Todo bien, Ritita. Le contestaba con la cabeza gacha y seguía camino.

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Vicente vio a Ritita nacer y crecer, ella era la hija mayor del señor Joaquín y María. Durante la niñez era llamada María Rita, pero con el tiempo la gente fue llamándola de Ritita y así se volvió conocida para el resto de su vida.

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Con el acordeón en los brazos, a Vicente le gustaba quedarse por la noche escurriendo los dedos por sus teclas.  Nunca estudió música, hacía todo de oído; es más, nunca había ido a una escuela. Encendía la radio y se quedaba atento a la armonía, después cogía su instrumento y tocaba varias canciones. Cuando se iba a contar historias en el patio, en la casa de María, él era una de las atracciones principales. Pero eso sucedió en una época en la que hubo mucha gente viviendo allí, con el paso del tiempo la finca se fue deshaciendo y se convirtió en un gran vacío, en una extrema soledad. Y la soledad es un grito silencioso tan fuerte dentro del sujeto, que corroe el estómago poco a poco, reflexionaba él, en pleno silencio consigo mismo allá acostado en su cama de viento, al sonido de su radiecita de pilas, mirando el tejado, con un quinqué encendido encima de un taburete al lado de su cama.

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En la época de corte de caña, Vicente lograba ganar un dinero razonable, estaba considerado uno de los mejores cortadores de aquella región, si no el mejor. Se despertaba de madrugada, tomaba un café cargado para despertar, a veces comía un plato lleno de mandioca, de harina de maíz o de farofa hecha de harina de mandioca. Y aún en la oscuridad se iba hacia el cañaveral con una bangaña llena de agua. Y así, sucesivamente, todos los días de lunes a viernes y, a veces, también el sábado.

En general, mientras cortaba caña, cantaba una canción cualquiera, aquellas canciones que escuchaba en su radiecita de pilas. Albergaba en su interior un deseo enorme de ser cantante, por ende, no se sabe con certeza si era apenas un deseo o un sueño, porque en las condiciones en las que vivían, tal vez no estuviese permitido soñar, ya que el sueño proviene de esperanzas, como si fueran semillas en una tierra en la que anhelasen nacer.

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Cierta vez en el cañaveral, Vicente presenció una escena aterradora. Eran unas tres de la tarde. Un joven llegó con una hoz en la mano, saludó con un buenas tardes al hombre que ataba la caña. En seguida se ofreció, gentilmente, a ayudarle. Él aceptó, ya que la estera era enorme y tan solo terminaría sobre las seis de la tarde.

—Hoy cortaste mucha caña, eh. Le decía el joven y, mientras tanto, el filo de la hoz sobre la paja brillaba a la luz del sol.

—Sí, llegué muy temprano, tengo que conseguir un dinerito para comprar la leche de los niños. Contestó el hombre y agradeció la gentileza del joven.

Y así ellos ataban y hablaban. La tarde iba pasando, el sol iba siguiendo su camino de encuentro con la noche, para dar lugar a la luna.

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Vicente se encontraba un poco distante, pero conseguía verlos a los dos. En un determinado momento, el chico cogió la hoz y comenzó a pelar una caña. El hombre seguía atándola, con la cabeza gacha. Y sin que él se diera cuenta; el joven, del que hasta hoy no se sabe el nombre, le dio una hozada en el medio del cuello. Vicente. al ver aquella escena terrible, salió corriendo. Y otras personas que estaban en el cañaveral también corrieron. Una mujer salió gritando con un niño en los brazos y una embarazada llegó a caerse, mientras corría.

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El cuerpo de aquel señor se separó de la cabeza. El asesino pronunció algunas palabras, a sangre fría, que ahora todo estaba resuelto y el ajuste de cuentas estaba concluido.

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Al llegar a casa, Vicente, se puso a reflexionar sobre la terrible escena presenciada. Tras pasados unos días, se enteró por boca de algunos cotillas que el muerto, hacía tiempo, le había pegado unos tiros a un hombre. No se sabe a ciencia cierta, algunos dijeron que fue por celos. Y otros comentaban que el criminal era un psicópata que mataba por placer. Y algunas personas comentaron que, un año después de lo ocurrido, dicho asesino fue asesinado por un descuido, al tratar de cobrarse otra víctima.

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La violencia le asustaba un poco, y esta estaba ganando cada vez más dimensión en aquella región. Vicente se quedaba pensando, pensando... pero, ¿qué podía hacer? Se preguntaba en pleno silencio consigo mismo. Y, para aliviar un poco los tormentos de la existencia, tocaba en su acordeón de dieciocho bajos. La armonía ganaba a la noche y el sonido penetraba por el desierto y aquello transmitía paz. Vicente tenía un cariño muy grande por aquel instrumento, era como si fuera un hijo o una persona muy amada en su vida; a fin de cuentas, era su fiel compañero en sus momentos buenos o malos del día a día.

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Una noche, cuando los niños ya estaban durmiendo, a unas diez de la noche aproximadamente, María estaba sola en el patio contemplando la luna y las estrellas en el cielo y, al mismo tiempo, oía el sonido del acordeón de Vicente. Movida por la armonía sonora de aquel acordeón, se levantó y decidió ir hacia allí.

 —Vicente. Le dijo.

Al oír su voz, él dejó de tocar y le preguntó si iba todo bien. Ella le dijo que sí. En seguida fue invitada a entrar. Tomaron un café y él prosiguió tocando.

—Eres un artista, Vicente.

—¡Qué va! Le contestó, sin gracia.

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Aquella noche fue una de las más preciosas en las vidas de María y Vicente. Los dos hicieron el amor como hacía mucho tiempo. Se entregaron intensamente. Cada beso tenía un sentido, un sabor. Todo fue tan maravilloso, pensaba María acostada en su cama en plena madrugada. 

Después de aquella noche, parece que la vida empezó a tener otro sentido para ellos. Vicente pasó a tener otro semblante, parecía sonreír. Y así se quedó durante un buen tiempo.

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Pero, entre una sonrisa y un deseo de esperanza expuestos en la mirada de Vicente, la tristeza no tardó mucho en apoderarse de él. Poco tiempo después de dicha noche, María falleció. Para Vicente, la existencia perdió todo el sentido, se volvió taciturno, lúgubre, arrinconándose. Abrió mano del trabajo y nunca más toco el acordeón. Pasaba las noches en vela. Se acostaba y el sueño no venía. Se levantaba, tomaba un café y se sentaba en el alpendre de la casa. Y así se quedó varios días, muriendo poco a poco, sin encontrar razones para seguir adelante.


Después desapareció...

Su casa se quedó sola, en una extrema soledad. Su perro también se entristeció aullando, aullando.


Vicente no fue visto nunca más, es posible que se convirtiera en semilla y, de ser así, haya renacido en algún lugar como árbol.

Adenildo Lima
Traducción de Mei Santana

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